"Soy alcohólico. Soy drogadicto. Soy homosexual. Soy un genio".
Así se definía a si mismo el escritor Truman Capote (arriba retratado por Irving Penn) en su obra "Musica para camaleones" y la anécdota que traemos hoy habla precisamente de esa chispa especial que solo tienen lo genios. Se encontraba Capote en un restaurante neoyorkino, singularmente lúcido y sobrio, lo que no era precisamente la norma, cuando un grupo de mujeres reparó en su presencia y lo reconoció, acercándosele de inmediato, como abejas a la miel, para agasajarle con elogios y de camino llevarse algún trofeo en forma de autógrafo, para lo que recurrieron a cajetillas de tabaco, servilletas de papel y todo lo que encontraron a mano. Todo iba bien, era lo normal, hasta que uno de los maridos de aquellas señoras se sintió un poquito celoso del protagonismo que sus esposas estaban "regalando" a aquel genio de las palabras y con sus dos copitas de más empezó a desbarrar diciendo en voz alta que "era un desperdicio el ofrecer tanta emoción femenina hacía un homosexual". A continuación, mientras se acercaba al escritor bajó la cremallera de su pantalón y sacó su pene, colocándolo a la altura de la cara del escritor mientras le decía:
"Quizás te gustaría firmar esto"
Capote sin inmutarse lo más mínimo, calibró el miembro que colgaba delante suyo y haciendo uso de su agudísimo ingenio, y con verdadera sangre fría, contestó cortésmente:
"No sé si puedo firmarlo. Tal vez sólo podré poner las iniciales"
Mi admirado Sheldon Cooper hubiese dicho: ¡Zasca, en toda la boca!
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