"Yo no rechazo ninguna influencia, sea de fuente eslovaca,
rumana, árabe o de cualquier otro sitio, con tal de que sea de una fuente pura,
fresca y sana" (Béla Bartók)
De este cosmopolitismo de Bartók da buena prueba su
capacidad para hablar en diez idiomas distintos. El compositor dio muestras de
estar especialmente dotado para la música desde muy joven. Hay quien afirma que
a los cuatro años dominaba algunas piezas al piano y es seguro que a los nueve
ya componía sus primeras obras. Tenía pasión por la música folclórica y junto a
Zoltán Kodaly se dedicó a rescatar multitud de piezas tradicionales de la música
magyar recorriendo, fonógrafo en mano, gran parte de Hungría y Rumania, labor
que posteriormente continuó por Europa central, los Balcanes y Turquía. Todo
aquel caudal de influencias impregnó irremediablemente sus composiciones.
Su estilo musical era complejo, respetado y admirado si
quieren, pero difícil de oír y disfrutar por el gran público, aun así,
consiguió que obras como "Música para cuerda, percusión y Celesta" le
dieran cierta notoriedad, permitiéndole dejar sus clases como profesor de
piano.
Pero en 1940, con el inicio de la Segunda Guerra Mundial
hubo de marchar a Estados Unidos huyendo de los nazis. Su comportamiento íntegro
le había llevado a un posicionamiento abiertamente contrario al antisemitismo y
era igualmente contrario a las políticas presentes en su Hungría natal, directo
colaborador de los extremismos llegados desde Alemania. En esta línea, se
negaba a que sus obras fueran interpretadas en conciertos filo-nazis y hasta
cambió de editor cuando este se afilió al partido extremista. “No puedo
permanecer en un país donde el racismo se convierte en ley” decía el
compositor.
En Estados Unidos la cosa no le fue del todo bien; su música,
aunque respetada, no era especialmente apreciada por el gran público, los
encargos no abundaban y los trabajos que conseguía estaban mal pagados. Para
colmo de males su salud se resintió rápida y notablemente, siéndole diagnosticada con el tiempo leucemia.
Encontrándose su bolsillo bajo mínimos, un antiguo alumno
suyo, el director de orquesta Fritz Reiner, supo de su apurada situación y
conocedor del extremado orgullo del compositor, incapaz de pedir ayuda aun
necesitándola decidió intervenir. “La pobreza es una carga,
pero la indignidad es un veneno” había escrito Bartók en un cuaderno personal,
y en una carta era aún mas rotundo: “No aceptaré ninguna
remuneración por una obra que no haya compuesto”. No era fácil ayudar a Bartók,
de forma que Reiner hubo de buscar un ardid para socorrerle, siempre con el
mayor tacto y discreción posible, para evitar la negativa del compositor.
Así, en 1943, Reiner contactó con Serge Koussevitzky,
director de la Orquesta Sinfónica de Boston y acordaron hacerle un encargo
musical a Bartók. Koussevitzky se encaminó al Hospital en el que estaba
ingresado Bartók y allí le comunicó que su Fundación, a instancias de todos sus
compatriotas húngaros, del director Fritz Reiner y del gran violinista Joseph
Szigeti, le encargaba una obra en memoria de Natalie Koussevitzky. Por el
trabajo tendría unos honorarios de mil dólares de la época, que fueron puestos
en secreto por Fritz Reiner.
Bartók se puso a trabajar de inmediato, incluso todavía en
el Hospital. El encargo le había procurado no solo unos ingresos necesarios
sino también una ilusión, un norte, una meta. “Mi música cambió con los años,
pero no por decisión externa: la evolución es parte del compositor si es
sincero consigo mismo” decía Bartók en una carta fechada en 1942. Así, sin
traicionar su estilo compositivo, pero si dulcificándolo un poco, decidió crear
una obra que pudiera ser aplaudida por todos y que a la vez fuera todo lo
compleja y profunda que su trayectoria le exigía. Apenas tardó un par de meses en cumplir con el
encargo.
El resultado fue el singular "Concierto para orquesta",
una obra que tiene la estructura formal de una Sinfonía, pero en la que, de
forma sucesiva, muchos instrumentos tienen momentos de lucimiento solista hasta
tal punto de aparentar que la obra se trata de un concierto de una complejidad
nunca vista. Era una apuesta de gran originalidad y atractivo que multiplicaba
la idea de Brahms con su Doble Concierto o el del Triple Concierto de
Beethoven. Ni que decir tiene que la obra, estrenada en diciembre de 1944 por
la Symphony Hall de Boston dirigida por Koussevitzky, fue todo un éxito, tanto
que dio a conocer a Bartók al gran público y le reportó nuevos encargos.
Bartók podía cambiar un poco su forma de componer, pero no su forma de ser. Cuando supo que aquel encargo había sido una forma elegante de ayudarle, se sintió sumamente conmovido y en cierta manera avergonzado y aunque nadie se los reclamaba, guiado por su propia ética personal, tomó parte de los beneficios que le reportó el éxito del concierto y le devolvió a Fritz Reiner los mil dólares que aquel había aportado. Aquel gesto no estaba presidido por un orgullo mal entendido del compositor, solo era su forma de mostrarle su humilde agradecimiento a Reiner por su ayuda en un momento difícil para él.
Nueve meses después del estreno de su singular concierto, en
septiembre de 1945, Bartók murió a causa de la leucemia que sufría. El
Concierto para Orquesta, pleno de vitalidad y colorido, había llegado justo a
tiempo para iluminar su nombre y el resto de su obra anterior, convirtiendo a
Bartók en uno de los compositores más importantes del siglo XX.
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