28 de Marzo de 1941
Queridísimo,
Estoy segura de
que me estoy volviendo loca de nuevo. Siento que no podremos superar otro de
aquellos terribles tiempos. Y no voy a recuperarme esta vez. Empiezo a oír
voces y no me puedo concentrar. Por lo tanto, estoy haciendo lo que me parece
mejor. Tú me has dado la mayor felicidad posible. Has sido en cada aspecto todo
lo que se podría ser. No creo que otras dos personas hayan sido más felices
hasta el momento en que sobrevino esta terrible enfermedad. Ya no puedo
enfrentarla. Sé que estoy destrozando tu vida, que sin mi podrías trabajar. Y
lo harás, lo sé. Te das cuenta, ni siquiera puedo escribir esto correctamente.
No puedo leer. Lo que quiero decir es que te debo toda la felicidad de mi vida.
Has sido totalmente paciente conmigo e increíblemente bueno. Quiero decirte...
que todo el mundo lo sabe. Si alguien hubiera podido salvarme, habrías sido tú.
En mí no queda nada más que la certidumbre de tu bondad. no puedo seguir
destrozando tu vida por más tiempo.
No creo que dos
personas pudieran haber sido más felices de lo que nosotros hemos sido.
V.
Esa fue la carta que dejó a su marido en un sobre azul en la mesa del salón, a su lado había otra carta dirigida a su hermana Vanessa, en la que se expresaba en los siguientes términos:
Queridísima:
No puedes imaginar
cuánto me gustó tu carta. pero creo que he ido demasiado lejos esta vez como
para volver nuevamente. Ahora tengo la certeza de que me estoy volviendo loca
de nuevo. Es tal y como fue la primera vez, siempre estoy oyendo voces, y sé
que no habré de superarlo ahora.
Todo lo que quiero
decir es que Leonard ha sido asombrosamente bueno, cada día, siempre; no puedo
imaginarme que alguien haya podido hacer más por mí de lo que él ha hecho.
Hemos sido perfectamente felices hasta las últimas semanas, cuando este horror
comenzó. ¿Le harás saber esto? Siento que él tiene tanto por hacer que seguirá
mejor sin mí, y tú lo ayudarás.
Ya casi no puedo
pensar claramente. Si pudiera te diría lo que tú y los niños han significado
para mí. Creo que lo sabes.
He luchado, pero
ya no puedo más.
Después de que Virginia Woolf escribiera estas dolorosas cartas, como lo son todas las de suicidio, me la imagino caminando a paso lento con su abrigo hacia el río Ouse, cercano a su casa y ya junto a él, llenar sus bolsillos de piedras, dejar su bastón junto a la orilla, que sería lo único que encontraría su marido cuando salió a buscarla, para a continuación adentrarse poco a poco en las aguas del rio y ya sin solución, desaparecer en ellas.
Su cuerpo no sería encontrado hasta veinte días después por unos chiquillos que paseaban con sus bicicletas junto al río y que en un principio confundieron su cuerpo con un tronco flotando. La policía anotó que su reloj se había parado a las 11'45 horas. Su doliente esposo, al que tanto intentó atenuar el golpe la escritora, enterró sus cenizas bajo un árbol. Virginia Woolf dijo en alguna ocasión: "La vida es sueño, es la realidad la que nos mata". Supongo que aquella realidad que se mostraba a sus ojos, en plena crisis por su enfermedad, le resultó más insufrible que nunca. Eran tiempos difíciles. No hacía mucho que su casa, en el londinense barrio de Bloomsbury, había quedado destruida por un bombardeo de los alemanes, obligándola a mudarse y a cambiar el entorno en el que se sentía arropada y segura, el propio estado de guerra total que vivía el mundo y el escaso éxito que obtuvo una de sus obras ayudaron a sumirla en aquel estado de profunda desesperanza. Una tremenda pérdida. Más allá de sus magníficos libros, con tan sólo su retrato, el de arriba, obra de George Charles Beresford, habría sido necesaria mantenerla en la memoria. Es una obra de arte. Preciosa en su languidez.
Imagen: Tomada de Wikimedia Commons - Dominio Público CC0 - Fuente Original
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