El propio Comisario Maigret no habría logrado descifrar el misterio de su creador, el escritor Georges Simenon. Escribía novelas negras con la misma rapidez con la que algunos de sus personajes desenfundaban la pistola. Decía empezar sus relatos sin saber tan siquiera quién sería finalmente el asesino, pero siempre avanzaba a un ritmo trepidante y más o menos en una semana era capaz de terminar una novela.
Su rutina, cuando llegaba el momento de escribir, estaba bien marcada: misma pluma, mismo papel, cortinas cerradas y en la puerta un cartel que avisaba «Silence. Je travaille» (Silencio. Estoy trabajando). Su primer paso era coger una guía telefónica y empezar a leer en voz alta nombres hasta que encontraba aquellos que tenían la sonoridad perfecta para la personalidad que quería darle a cada personaje. Durante ese tiempo de completo aislamiento, a veces incluso a bordo de un barco —L'Ostrogoth— que utilizaba como casa flotante, era capaz, según contaba el escritor, de perder de dos a tres kilos.
Aquel ritual alumbró 192 novelas, a las que muchos estudiosos de su persona añaden otros 200 títulos adicionales publicados bajo seudónimos. Dada la calidad media de sus novelas, sorprende tal profusión de creaciones, una producción que le ha llevado a ser uno de los escritores más prolíficos del siglo XX.
Su proceso creador se convirtió en leyenda: el escritor «máquina»
o «el hombre que escribe más rápido que su sombra», como le apodó la prensa.
Curiosamente, a pesar de su enorme éxito, de sus cientos de millones de libros
vendidos, de las decenas de películas basadas en sus novelas y de todo el mundo
alabando su talento para la novela negra, nunca logró ganarse el amor de su
madre, de la que dijo: «Nunca me dio un beso, ni de niño ni de adulto». Puede
que por eso los buscara de manera tan desesperada en los labios de las diez mil
mujeres de las que, posiblemente de forma exagerada, alardeaba haber amado.
Maigret, un buen fumador de pipa como Simenon, seguro que mientras rellenaba una con calma, habría intentado pacientemente comprender en silencio a su creador. Observaba atento cada detalle: «La nieve estaba sucia» delante de «El hombre que veía pasar los trenes», daba una lenta calada a su pipa y detenía los ojos en «El fondo de la botella» que descansaba en la mesa mientras «El gato» se enredaba entre sus piernas buscando una caricia que nunca llegaba. Pistas no le faltaban, y sin embargo, puede que fuera su único caso sin resolver.
Imagen: Tomada de Wikimedia Commons - Foto de Anja - CC BY-SA 4.0

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