Miguel de Unamuno, destacado filósofo y escritor, no era muy
dado a la pose y la hipocresía en las relaciones humanas. Si había una verdad
que decir la decía sin reparar en las consecuencias; puede que por ello, la
siguiente anécdota atribuida a su persona, resulte tan ilustrativa de su carácter.
Se cuenta que en 1905, cuando hacía todavía poco del tercer centenario de la publicación de "El Quijote" de Cervantes y Unamuno acababa de publicar su obra "Vida de Don Quijote y Sancho", el rey Alfonso XIII, en un acto llevado a cabo en el Palacio Real, otorgó al escritor la Gran Cruz de la Orden Civil de Alfonso XII (precedente de la Orden de Alfonso X el Sabio, creada en 1939), una distinción destinada a premiar los méritos contraídos en los campos de la educación, la ciencia, la cultura, la docencia y la investigación.
Cuando el escritor vio la distinción sobre su pecho, exclamó
con sincero orgullo:
— Me honra, Majestad, recibir esta cruz que tanto merezco.
El rey, acostumbrado a la falsa humildad de tantas personas por él condecoradas, la mayoría de las veces de forma casi protocolaria, se sorprendió y dijo:
—¡Qué curioso! En general, la mayoría de los galardonados aseguran que no se la merecen.
—Señor, en el caso de los otros, efectivamente no se la merecían —sentenció rotundo el escritor—.
Y no le faltaba razón a D. Miguel. Hoy, como ayer, los reconocimientos a las personas que realmente los merecen escasean. Por el contrario abundan las palabras grandilocuentes y las distinciones a personas con escasos méritos. Unamuno dijo una verdad incómoda; quizá merecía otra condecoración: la de la franqueza.
"Nihil novum sub sole".
Imagen tomada de Wikimedia Commons Dominio Público CC0

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