Enrico Caruso, para algunos el mejor tenor de la historia,
se definía así: «Un gran pecho, una boca grande, noventa por ciento de
memoria, diez por ciento de inteligencia, mucho trabajo duro y algo en el
corazón»; un corazón que nunca olvidó sus orígenes humildes y las
privaciones pasadas durante su infancia. «Conozco la pobreza. He nacido en ella
y sé lo que significa», decía el tenor. Puede que por ello hubiera situaciones
en las que se mostraba tan generoso y a la vez orgulloso de la voz que le había
dado fama y reconocimiento mundial. Algunas anécdotas suyas dan buena prueba de
ello.
Se cuenta que un grupo de italianos, ya dispuestos para ir
al frente en la Primera Guerra Mundial, se encontraron con el tenor en la calle
y le dijeron que eran pobres, que nunca habían podido permitirse ir al teatro
para oírle cantar y que no querían marchar a la guerra sin haber tenido el
honor de escuchar la voz de su famoso compatriota. A tal efecto habían reunido
entre todos doscientos dólares y le pedían por favor que, aun siendo
conscientes de que era poco dinero el que le ofrecían, les cantase una sola
canción. Caruso, profundamente emocionado, rechazó los doscientos dólares de
los soldados y estuvo toda la noche cantando para ellos en privado, lo mejor de
su repertorio. El tenor solía decir: «Bisogna soffrire per essere grande» o lo
que es lo mismo «Para alcanzar la grandeza es necesario sufrir».
Se cuenta que siendo ya famosísimo, en una época en la que
sus representaciones en Nueva York se contaban por éxitos (llegó a dar 863
representaciones en el Metropolitan) y mucha gente quedaba en la calle sin
poder acceder, se presentó en un banco al objeto de cobrar un cheque por una
importante suma. El empleado del banco le pidió que se
identificara con algún documento y Caruso, que no llevaba ninguna documentación
encima, alegó ser una persona conocida, que era Enrico Caruso, que todos sabían
quién era. El empleado, muy metido en su papel, le dijo que no podía hacer
nada, que necesitaba algún documento que diera certeza de su identidad. A
Caruso no se le ocurrió otra cosa que ponerse a cantar, como buen napolitano
que era, el O sole mio. El revuelo que se armó en torno suyo, de
aplausos y reconocimientos, fue monumental y así, el empleado del banco,
satisfecho con su voz como documento de identidad, le abonó el cheque de
marras.
En otra ocasión se cuenta que tenía Caruso una cuadrilla de albañiles en su casa haciendo reparaciones y, como era habitual, el tenor no paraba de cantar arias ejercitando su voz. Llegó un momento en el que se le acercó el encargado de los trabajadores y le preguntó a Caruso que si deseaba que terminasen pronto los trabajos, a lo que el tenor contestó evidentemente que sí. Entonces el encargado le pidió por favor que en tal caso dejase de cantar. Caruso, sorprendido, preguntó que cuál era la razón por la que debía dejar de cantar en su propia casa. El encargado le contestó que cada vez que comenzaba un aria, los obreros paraban su faena para escucharlo embobados y no la reanudaban mientras estuviera cantando, y así no terminarían nunca. Caruso comentaba que esta sencilla anécdota le supo mejor que muchos aplausos en grandes teatros.
Imagen: Tomada de Wikimedia Commons - Dominio Público CC0

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