René Descartes, puede que condicionado por su frágil salud, era
un declarado defensor de las bondades de la cama. Le gustaba pensar de forma
horizontal y en la intimidad, si alguna duda le asaltaba, era la sobre hora a la que
debía levantarse. Le encantaba dormir y nunca descartaba quedarse entre las
sábanas un ratito más.
Mantenía que su dieta de sueño, tan inhabitual en su época,
era una condición de salud intelectual y que la cama más que un lugar asociado
a la pereza estaba en su caso hermanado con la claridad de pensamiento.
Y por supuesto tenía sus argumentos. Para Descartes, el reposo mañanero,
cuando las cuitas y problemas del día a día no habían asaltado aún su
intelecto, era el mejor momento para un pensamiento riguroso y fructífero. A su juicio, nada
resultaba comparable a estar acostado calentito, meditando en ese
estado intermedio entre la vigilia y el sueño en el que, según el filósofo, su
mente trabajaba mucho más concentrada.
En la cama pensaba, escribía e incluso
recibía a quienes acudían a visitarlo a horas que para él resultaban intempestivas,
por mucho que el resto del mundo llevara horas levantado. Ya lo decía, Adrien
Baillet, su primer biógrafo, quien en la obra "La vie de monsieur
Descartes" afirmaba que el filósofo «trabajaba mejor por la mañana,
pensando todavía en la cama, y que ese hábito le había acompañado durante casi
toda su vida».
Y si le iba bien, quiénes somos nosotros para criticar su «método».
La ironía vino cuando acudió a la corte de la reina Cristina de Suecia para ser
su profesor de filosofía. No contaba Descartes cuando encaminó sus pasos hacia
Estocolmo, que la inquieta reina, le exigiría tomar sus clases a las cinco de
la mañana en pleno invierno. No aguantó mucho aquel ritmo. En poco más de un
mes, Descartes murió a causa de una neumonía muy probablemente agravada por
aquellos madrugones, el frío extremo y el cambio radical en sus hábitos de
vida.
No es descabellado pensar que con el ritmo de vida que
llevaba en Ámsterdam, lejos del helado invierno sueco y a salvo de madrugones
incivilizados, podría haber vivido más años. Estoy seguro de que de haber sabido su final
hubiera sentenciado: «Dormio, ergo sum» o lo que es lo mismo, «Duermo, luego
existo».
Imagen: De Wikimedia Commons - Dominio Público CC0

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