miércoles, 24 de diciembre de 2025

Descartes: "Duermo, luego existo"



René Descartes, puede que condicionado por su frágil salud, era un declarado defensor de las bondades de la cama. Le gustaba pensar de forma horizontal y en la intimidad, si alguna duda le asaltaba, era la sobre hora a la que debía levantarse. Le encantaba dormir y nunca descartaba quedarse entre las sábanas un ratito más.

Mantenía que su dieta de sueño, tan inhabitual en su época, era una condición de salud intelectual y que la cama más que un lugar asociado a la pereza estaba en su caso hermanado con la claridad de pensamiento. Y por supuesto tenía sus argumentos. Para Descartes, el reposo mañanero, cuando las cuitas y problemas del día a día no habían asaltado aún su intelecto, era el mejor momento para un pensamiento riguroso y fructífero. A su juicio, nada resultaba comparable a estar acostado calentito, meditando en ese estado intermedio entre la vigilia y el sueño en el que, según el filósofo, su mente trabajaba mucho más concentrada.

En la cama pensaba, escribía e incluso recibía a quienes acudían a visitarlo a horas que para él resultaban intempestivas, por mucho que el resto del mundo llevara horas levantado. Ya lo decía, Adrien Baillet, su primer biógrafo, quien en la obra "La vie de monsieur Descartes" afirmaba que el filósofo «trabajaba mejor por la mañana, pensando todavía en la cama, y que ese hábito le había acompañado durante casi toda su vida».

Y si le iba bien, quiénes somos nosotros para criticar su «método». La ironía vino cuando acudió a la corte de la reina Cristina de Suecia para ser su profesor de filosofía. No contaba Descartes cuando encaminó sus pasos hacia Estocolmo, que la inquieta reina, le exigiría tomar sus clases a las cinco de la mañana en pleno invierno. No aguantó mucho aquel ritmo. En poco más de un mes, Descartes murió a causa de una neumonía muy probablemente agravada por aquellos madrugones, el frío extremo y el cambio radical en sus hábitos de vida.

No es descabellado pensar que con el ritmo de vida que llevaba en Ámsterdam, lejos del helado invierno sueco y a salvo de madrugones incivilizados, podría haber vivido más años.  Estoy seguro de que de haber sabido su final hubiera sentenciado: «Dormio, ergo sum» o lo que es lo mismo, «Duermo, luego existo».


Imagen: De Wikimedia Commons - Dominio Público CC0

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