La peor especie de enemigos es la de los aduladores. Quizá
por eso Dionisio II, tirano de Siracusa allá por el siglo IV a.C., reaccionó de
forma tan singular ante Damocles, un cortesano adulador, que a cada instante alababa
la buena fortuna del tirano, sus riquezas y su vida llena de placeres y aparente
felicidad.
La adulación puede ser soportable en su dosis justa, pero
puede resultar insufrible cuando es rastrera y constante. El relato más antiguo
que se conserva de esta historia nos llega a través de Cicerón. Según este,
cuando Dionisio estaba ya harto de tanta palabrería hueca, le ofreció a
Damocles intercambiar papeles por un día, para que así pudiera hablar con
conocimiento de causa. Como cuenta Cicerón:
«Mandó que colocaran a Damocles en un lecho de oro cubierto
con magníficos adornos, y ordenó que lo rodearan todas las riquezas reales, con
un banquete servido con la mayor exquisitez.»
Y así podemos imaginar a Damocles disfrutando de la comida y
la música, de los perfumes y los honores, de riquezas y bellas mujeres. Todo
era un sueño hecho realidad hasta que levantó la vista y vio que sobre el lugar
en el que se encontraba, apuntando directamente a su cabeza, colgaba una afilada
espada sujeta por un único y finísimo pelo de caballo.
Damocles, a buen seguro, dejó de hablar de más. Su vida, al
fin y al cabo, no dependía de la resistencia de un cabello sino de algo más
fino aún: el humor de un tirano.
Imagen: "La espada de Damocles" (1812) - Richard Westall. De Wikimedia Commons - CC0

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