La mitología griega es muy dada a los castigos divinos y
también a las bellas historias; la de Eco y Narciso es un buen ejemplo. Cuenta
Ovidio en la Metamorfosis que las palabras nunca resultaron más bellas que
cuando eran pronunciadas por Eco, una ninfa de las montañas de voz prodigiosa.
Con su hipnótica conversación mantenía distraída a Hera —Juno en la versión
latina de Ovidio— mientras que el díscolo Zeus daba rienda suelta a sus
impulsos con otras ninfas.
Cuando Hera supo cómo había estado siendo engañada y no pudiendo nada contra su
todopoderoso marido, decidió castigar a Eco y lo hizo privándola de su don con
la palabra. No le quitó la voz, pero la obligó a repetir únicamente la última
palabra que dijera la persona que hablara con ella, dejándola para su desesperación sin conversación ni capacidad de expresarse.
El amor siempre te persigue y fue en el campo donde Eco se enamoró de Narciso,
un ser tan bello que el adivino Tiresias predijo que «viviría mientras no se
conociera a sí mismo». Eco, sin el don de la palabra y con aquella condena a
repetir lo que le decían, no podía declararle su amor y se limitaba a seguirlo
mientras se escondía entre los árboles. Narciso intuyendo la presencia de
alguien preguntaba:
— ¿Hay alguien aquí?
—Aquí, aquí —respondía Eco.
El juego se repitió varias veces hasta que la ninfa, desesperada, se mostró e
intentó abrazar a Narciso que, un tanto harto de oír tan repetidas sus palabras
y creyéndola un poco fuera de sí, la despreció diciéndole: «¡Morirás antes que
yo pueda entregarte mi cuerpo!»
Sin poder decir todas las bellas palabras que tenía en la
mente se marchó con el corazón roto a vivir entre montañas y cañadas,
suspirando por un amor que nunca fue correspondido. Se abandonó de tal modo que
con el tiempo perdió su belleza y adelgazó tanto que finalmente se desvaneció,
quedando de ella tan solo el eco de su voz cuando alguien hablaba frente a las
montañas a las que se había retirado.
Cuentan que un muchacho, rechazado también por Narciso, imploró a los dioses
que éste sufriera los males del desamor en la misma medida que él. En aquellos
tiempos, parece que las plegarias eran a veces atendidas, y Némesis, la
personificación de la venganza divina, entendiendo justa la súplica, condenó a
Narciso a enamorarse de su propio reflejo, cosa que ocurrió cuando pudo verse
reflejado en un manantial, no pudiendo ya apartar la vista de sí mismo. Para
unos terminó muriendo de desamor, consumido al no verse correspondido; para
otros, en lecturas más románticas, encontró su fin al acercarse tanto a su
reflejo en el manantial que terminó cayendo en él y ahogándose.
Todavía le quedaría una eternidad para contemplarse a sí mismo en el reflejo de
la laguna Estigia del inframundo. Su historia todavía resuena, como el eco de
la ninfa, en los narcisistas que tienen en los espejos al mejor de los amigos.

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