Ya tenía publicados Jorge Luis Borges dos de sus obras
principales: «Historia Universal de la Infamia» (1935) y «Ficciones» (1944),
cuando se vio envuelto en una situación que lo tenía todo de infamia y también de
ficción.
En 1946, a la llegada al poder de Juan Domingo Perón en
Argentina, Borges ya gozaba de cierta posición y respeto; su opinión importaba.
Así, descontento como estaba con el nuevo gobierno, decidió posicionarse; firmó
algunos manifiestos y publicó artículos expresando su opinión que no gustaron
nada al gobierno peronista.
La reacción no se hizo esperar. Borges que por aquel entonces
ocupaba el humilde cargo de auxiliar en la Biblioteca Municipal Miguel Cané de
Buenos Aires, fue «ascendido» —fulminantemente— al puesto de «Inspector de aves
y conejos en los mercados municipales». El nombramiento era una humillación en
toda regla que el escritor no podía asumir. Por dignidad rechazó el cargo y
dimitió. Borges, en una entrevista posterior, dijo al respecto: «El nuevo
gobierno decidió que yo no debía seguir entre libros. Me nombraron inspector de
gallinas, o algo por el estilo. Fue una manera elegante de echarme».
Borges se vio empujado a dedicarse a dar conferencias y a proseguir
con sus libros, entre los que destaca, poco tiempo después de renunciar a su
puesto como “inspector de gallinas”, la publicación de la que posiblemente sea
su obra más famosa: «El Aleph» (1949), una colección de cuentos que le haría
mundialmente famoso. Era evidente que su talento no estaba en los gallineros.
A veces la vida ofrece una rectificación acorde al mal
causado. A Borges le llegó en 1955, tras la salida del poder de Juan Domingo Perón.
Fue entonces cuando volvió al mundo de las bibliotecas, pero no ya como simple
auxiliar, sino como director de la Biblioteca Nacional de la Argentina en
Buenos Aires. Estuvo en el cargo durante 18 años, custodiando amorosamente casi
un millón de títulos.
Para un amante de los libros como él no podría imaginarse
mayor regalo, mayor honor, pero este le llegó cuando su ceguera estaba avanzada
y prácticamente no podía leer el título en los lomos de aquellos volúmenes de los
que era el guardián, muy al estilo del bibliotecario ciego de «El nombre de la
Rosa», aquel Jorge de Burgos, para el que Umberto Eco tuvo
como inspiración directa, incluso en el nombre, al escritor argentino.
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