"Tengo los nervios agotados y no puedo terminar esta carta. Padezco de una nostalgia estúpida; a despecho de mi resignación, no sé qué hacer con mi persona y eso me atormenta... Ya no puedo estar triste o feliz; ya no siento realmente nada, vegeto, sencillamente, y espero con paciencia mi fin... ¡Ah, si pudiera saber que la enfermedad no me acabará aquí el próximo invierno!"
Eso le escribió el admirado Frédéric Chopin a su amigo Grzymala, apenas un año antes de morir. Ya llevaba tiempo conviviendo con las sombras de la muerte a su alrededor y por tanto pensaba a menudo en su legado, en su música y el recuerdo que podría quedar de ella. Son varios los testimonios que muestran su deseo de deshacerse de aquellas obras pianísticas que consideraba que no estaban del todo a la altura: “No son para el público. No están listas para salir a la luz. Preferiría que se olvidaran.” -decía el compositor. Diez años antes de su muerte, en una de sus recaídas, ya era ese un pensamiento que le atormentaba: “Si muero, por favor, quema todos mis manuscritos que no hayan sido publicados. [...] No quiero que lo que no he dado por bueno vea la luz con mi nombre.”
Sus amigos, cuando llegó el momento de su muerte, no le hicieron caso (algo parecido a lo que ocurrió con los escritos de Kafka que también pidió que se destruyera la mayor parte de su obra a su muerte) y gracias a ello podemos hoy disfrutar de algunas mazurcas, nocturnos y polonesas realmente deliciosas y que de haberse seguido el ruego de Chopin se habrían perdido. Respetuoso con el compositor, cuando Julian Fontana se decidió a publicar aquellas desconocidas maravillas lo hizo con esta presentación:
“Estas piezas no estaban destinadas a la publicación por el autor, pero fueron revisadas por él en diversas ocasiones, y creo que merecen no ser olvidadas.”
Pero había otro asunto que horrorizaba a Chopin más aún si cabe que su legado y sobre el que dejó instrucciones claras y precisas:
“Si esta tos acaba asfixiándome, os suplico abráis mi cuerpo para que no sea enterrado vivo” le escribía Chopin a su hermana Ludwika al encontrarse mortalmente enfermo; tal era el pavor que sentía el compositor de abrir los ojos y encontrarse aún vivo dentro de un ataúd, algo comprensible debido a los múltiples casos ocurridos en aquellos tiempos en que se enterraban prematuramente a personas a causa de errores médicos. Tal era el miedo que había en la sociedad a este hecho, que hasta se inventaron dispositivos para que una persona que fuera enterrada por error pudiera avisar desde dentro del ataúd.
Con tan solo 39 años, fallecía Chopin a causa de las complicaciones de su tuberculosis. La prensa parisina de la época se despedía del compositor así: "Fue miembro de la familia de Varsovia por nacionalidad, polaco de corazón y ciudadano del mundo por su talento, que hoy se ha ido de la tierra".
Durante la autopsia que se le realizó se le extrajo el corazón que fue guardado en una jarra de coñac. Su hermana, cumpliendo los deseos del compositor se lo llevó consigo a su añorada Polonia natal, prácticamente de contrabando, escondiendo la jarra entre su equipaje de mano y sorteando a la guardia rusa que por entonces ocupaba el país. Finalmente el corazón de Chopin quedó depositado en el interior de una de las columnas de la Iglesia de la Santa Cruz de Varsovia, donde aun se encuentra, mientras su cuerpo descansa en el exclusivo cementerio Père-Lachaise de París.
Siempre fue Chopin un hombre triste, devorado por la nostalgia y la melancolía, que tuvo su corazón más en Polonia que en París y así continúa siendo tras su muerte. Su música, esta sí, luminosa y evocadora, todavía sigue hablando de él.
La escultura de la entrada, dedicada a Chopin, es obra del escultor francés Jacques Froment-Meurice (1864-1947) y se encuentra en el parisino Parc Monceau.
Imagen: Tomada de Pinteres - Fuente Original
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