"Santa mujer negra, con sus siete rayas en la cara, Reina Adivina, recibe el saludo, Madre dueña de todos los mares..."
Así comienza una oración yoruba, quien sabe si por casualidad dirigida a la mujer que aparece en la maravillosa escultura que abre esta entrada, un busto que es todo un desafío a los convencionalismos que solemos tener sobre el arte en el oeste africano. Podemos transigir con los egipcios, tan cercanos a la cuna de la civilización, pero nadie se atrevía a pensar, hasta bien entrado el siglo XX, que Nigeria escondiera estos tesoros.
Durante siglos, muchos europeos hemos pensado —de forma equivocada— que el arte con mayúsculas se agota en nuestras fronteras, en Florencia y sus genios, en nuestras catedrales, en las esculturas griegas y romanas, en el impresionismo, cubismo y demás ismos y territorios trillados hasta el infinito, pero con el tiempo nos damos cuenta (quien lo hace) que hay otras muchas cosas que la Gioconda o el Apolo Belvedere, y que no necesariamente han de estar en China, la India o Tailandia.
Para mí este busto de la cultura nigeriana de Ife, perteneciente al denominado arte Yoruba es tan impactante y bello como el busto de Nefertiti, por cierto con unos labios tan expresivos y sensuales como esta, y sin embargo no es tan reverenciada ni ocupa tanto espacio en los medios. Esta escultura, encontrada en 1938 y de un tamaño algo inferior al de una cabeza real, fue realizada entre el siglo XIV y XV d.C (en lo que sería el apogeo de nuestro renacimiento), y por los círculos concéntricos de la parte superior de la corona se entiende que podría ser la representación de un miembro femenino de la dinastía gobernante.
Los escultores de esta cultura trabajaban en terracota, con bronce e incluso en alguna ocasión utilizaron la técnica de fundición con cera perdida, resultando tal el grado de excelencia de algunas de las esculturas del arte Yoruba, que muchos no pueden evitar encontrar ecos del arte griego y buscar mil explicaciones para posibles contactos con occidente que aclaren la perfección de sus creaciones. Incluso se especulaba que debían pertenecer a la desaparecida Atlántida. Hasta ese punto de negar la originalidad absoluta y excelencia fuera de nuestro entorno ha llegado nuestro soberbio etnocentrismo y ese afán de creernos el ombligo del mundo. ¿Cómo se iban a tallar esas maravillas en la supuestamente atrasada y desconocida África?
Las vanguardias europeas supieron ver la tremenda fuerza de este arte africano y fue un ingrediente importante en la evolución del arte del siglo XX. En 1832 el pintor Delacroix hizo un viaje por el norte de África y en las cartas que escribía a sus amigos sentenciaba que había encontrado allí a los auténticos griegos y no en los cuadros de David y sus seguidores. Y es que la calidad en el arte puede aflorar en el sitio más insospechado. A Picasso, por ejemplo, las máscaras africanas le parecieron una maravilla y le sirvieron de base para revolucionar el mundo del arte.
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