jueves, 21 de agosto de 2025

Cicerón: Un orador entre garbanzos y alfileres

 

“La elocuencia no es otra cosa que sabiduría que habla con abundancia.”

Eso decía Marco Tulio Cicerón, un gran estadista y filósofo, pero también un maestro de la palabra. Sus discursos eran tan temidos como admirados. Se cuenta que, a pesar de su capacidad como orador, ensayaba hasta el mínimo detalle y ante un espejo modulaba la entonación de la voz, las pausas, el ritmo o los gestos con los que acompañaba su mensaje, hasta lograr una perfecta puesta en escena. El mismo decía: "Un orador sin práctica es como un soldado sin espada".

Cualquier persona de trascendencia pública desearía un nombre tan potente como el suyo: Cicerón. No es fácil de olvidar. Lo curioso es su significado, toda vez que "Cicer" en latín significa "garbanzo". Plutarco nos lo contaba en su "Vida de Cicerón":

"El primero de la familia que se llamó Cicerón parece que fue persona digna de memoria, y que por esta razón sus descendientes, no sólo no dejaron este sobrenombre, sino que más bien se mostraron ufanos con él, sin embargo, para muchos era objeto de sarcasmo; porque los latinos al garbanzo le llaman Cicer, y aquel tuvo en la punta de la nariz una verruga aplastada, a manera de garbanzo, que fue de donde tomó la denominación"

Cuando algunos de sus amigos le aconsejaron que abandonase aquel nombre y lo cambiara por otro más acorde a su persona respondió: "Al contrario, haré que este nombre sea glorioso, más aún que los de los Catones y los Catulos”. Y no cabe duda de que lo logró. Plutarco cuenta que siendo cuestor en Sicilia, hizo una ofrenda de plata a los dioses. En ella hizo grabar sus dos primeros nombres: Marco y Tulio, y en el lugar de Cicerón, su cognomen, hizo grabar la imagen de un garbanzo.

Cicerón era un apasionado de los libros y tenía una de las bibliotecas privadas más completas de su época. El mismo decía que un hogar sin libros es como un cuerpo sin alma. Se levantaba temprano, incluso antes del amanecer y leía sin parar, se dice que incluso mientras comía o se vestía, por cierto, siempre con ropas elegantes, túnicas perfectamente plisadas y zapatos ajustados, aunque con cuidado de no caer nunca en lo extravagante. Era todo un gentleman a la romana.

Entre sus discursos hay dos ciclos especialmente famosos: las catilinarias y las filípicas. Marcaron de alguna manera su ascenso y su ocaso, con 20 años de separación. Con las primeras, en el año 63 a.C. logró fama imperecedera y desmanteló la conjura de Catilina. Todavía, toda una generación de antiguos estudiantes de latín, recuerda aquel famoso: "Quosque tándem, Catilina, abutere patientia nostra..."

El segundo ciclo, las filípicas (año 43 a.C.), cuyo nombre evocaba las de Demóstenes contra Filipo de Macedonia, el padre de Alejandro Magno, le supusieron la muerte. Eran discursos tremendamente afilados y críticos con la imagen de Marco Antonio, en una época en la que se jugaba la suerte del Imperio. En esa serie de catorce discursos, no dudaba Cicerón en tildarlo de tirano, borracho o corrupto y su esposa Fulvia también recibía lo suyo. De forma paralela no dudaba en alabar a su rival, Octavio Augusto. Apostaba bien Cicerón, no en vano "el divino joven" como le llamaba, no tardaría en convertirse en uno de los emperadores más sobresalientes de la historia de Roma. Pero como decía Cicerón: “La fortuna no solo es ciega, sino también temeraria; y no se sabe no ya cómo sucederán las cosas, sino qué medida de vida asignará a cada cual.”

Así, antes de llegar al Imperio, tanto Marco Antonio como Octavio Augusto, se vieron obligados a pactar el segundo triunvirato junto a Lépido, el primero exigió la vida de sus más acérrimos enemigos, y entre ellos estaba Cicerón en un lugar de honor. La venganza había llegado en toda su crudeza a su vida. Seguramente no sabía que las bestias se cruzarían en su camino cuando dijo: “El hombre no ha nacido para la venganza; la mansedumbre es lo propio del hombre, la ferocidad, de las bestias.”

Cuando los soldados que tenían ordenado darle muerte lo alcanzaron, Cicerón estoicamente se sometió, ofreció su cuello y les dijo: "no hay nada apropiado en lo que hacéis, pero procurad al menos cortarme bien". Llevaron luego su cabeza y sus manos, esas con las que había escrito las filípicas a Marco Antonio. La escena la cuentan tanto Plutarco como Dion Casio. Marco Antonio recibió la cabeza de Cicerón dirigiéndole gran cantidad de improperios y ordenó que fuera expuesta, clavada sobre una pica, en la rostra, la tribuna de oradores desde la que Cicerón en tantas ocasiones lo había puesto en evidencia y a su lado la mano derecha con la que escribía. Dión Casio añade que Fulvia fue más allá y tomó la cabeza y tras insultarla y escupirla, la puso sobre sus rodillas y abriendo la boca del orador para sacar su hábil lengua, la atravesó con los alfileres que usaba en pelo. Según contaba Apiano, aquella macabra e impúdica exhibición se mantuvo en la rostra durante mucho tiempo, para horror de todos los ciudadanos. “O tempora, o mores!” —¡Oh tiempos, oh costumbres!— podría haber repetido el orador ahora ultrajado.

Pero más allá de este cruento final Cicerón, arriba en un busto obra de Bertel Thorvaldsen, dejó una huella imborrable en la historia de la humanidad. Él mismo estaba convencido de que su nombre y su recuerdo vivirían mientras viviera la memoria de Roma. Y el tiempo, dos mil años después, le sigue dando la razón.


Imagen: Tomada de Wikimedia Commons - CC BY A-4.0 - Fuente Original

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