Truman Capote nunca ganó el Premio Nobel de Literatura.
Tampoco le hizo falta para ingresar en el olimpo de los grandes escritores y como muchos de ellos tenía
multitud de manías y rituales en la vida diaria y en la escritura. Contaremos
algunas verdades sobre ello.
Se dice que Capote era incapaz de empezar o terminar un trabajo en viernes y que no usaba jamás habitaciones de hotel con el número 13. Según algunos amigos, entre los que se cuentan Norman Mailer o Gerald Clarke, otra fijación era el número de cigarrillos que podía haber en un cenicero. Si ya había tres y él terminaba el que estaba fumando era capaz de guardar la colilla en el bolsillo antes que sentir un cenicero frente a él colmado de restos. Capote no soportaba un número impar de flores en un jarrón y era obsesivo con el orden y con que las cosas estuvieran correctamente colocadas. No era extraño que en restaurantes o de visita en casas ajenas, se pusiera a mover mínimamente algunos objetos para sentirse más cómodo.
Y si llamativas eran sus fijaciones en el día a día, las que desplegaba en el acto de escribir no lo eran menos. Capote habló mucho sobre ello en numerosas entrevistas. Por ejemplo:
“Yo siempre me pongo muy, muy nervioso al comienzo de la jornada de trabajo. Me lleva mucho tiempo empezar. Una vez que empiezo, voy tranquilizándome un poco, pero haría cualquier cosa por aplazarlo para más tarde. Debo tener unos quinientos lápices afilados, pero vuelvo a sacarles punta hasta dejarlos en nada. En cualquier caso, me las arreglo para escribir unas cuatro horas al día.”
Sobre la obsesión con los lápices, cuyo número a buen seguro exageró bastante, debemos aclarar que eran esenciales en el comienzo de cualquiera de sus libros. Lo cuenta él mismo en una entrevista aparecida en “The Paris Review” en 1957:
"No, no uso máquina de escribir. No al principio. Escribo mi primera versión a mano (con lápiz). Luego hago una revisión completa, también a mano. Después mecanografío un tercer borrador en papel amarillo, un tipo de papel amarillo muy especial. No, no me levanto de la cama para hacerlo. Apoyo la máquina en equilibrio sobre mis rodillas. Funciona bien; puedo escribir cien palabras por minuto. Cuando termino el borrador amarillo, guardo el manuscrito un tiempo, una semana, un mes, a veces más. Cuando lo saco de nuevo, lo leo con la mayor objetividad posible, luego se lo leo en voz alta a unos pocos amigos y decido qué cambios quiero hacer y si quiero publicarlo o no. He desechado bastantes cuentos, una novela entera y la mitad de otra. Pero si todo va bien, escribo la versión final en papel blanco y listo."
Otra singularidad era la forma en la que se enfrentaba a su trabajo. Muchos escritores buscan esa primera frase con la que empezar un libro. Debe ser perfecta. Toda una declaración de intenciones. Curiosamente, Capote afirmaba que empezaba los libros por el final: “También escribo el último párrafo o página de una historia primero. De esa manera siempre sé hacia qué estoy trabajando.”
Sus noches eran movidas. Sobre sus visitas a la discoteca “Studio 54” podrían contarse infinidad de anécdotas, pero sus mañanas guardaban un patrón tan ritual como su modo de escribir. Se levantaba alrededor de las diez, tomaba café, leía el periódico y se mantenía fiel al café hasta el mediodía. Por la tarde como veremos, ya era otro cantar. Si a Hemingway le gustaba escribir de pie, Capote era propenso a todo lo contrario. La comodidad era lo primero. En la entrevista ya citada en “The Paris Review” decía:
“Soy un autor completamente horizontal. No puedo pensar a menos que esté tumbado, ya sea en la cama o estirado en un sofá, con un cigarrillo y un café a mano. Tengo que estar fumando y bebiendo. A medida que avanza la tarde, paso del café al té de menta, del jerez a los martinis“
A decir verdad, parece que evitaba el alcohol en la fase
creativa, pero en la fase de mecanografiado el escritor mantenía que unas copas
no le afectaban en absoluto a su trabajo. En cualquier caso era un escritor
parsimonioso.
Citas de Capote como: “Para mí, el mayor placer de escribir no es lo que se trata, sino la música interior que crean las palabras” o “Básicamente pienso en mí mismo como un estilista” dan una idea del rumbo al que dirigía su talento. Había encontrado su propia voz: “La escritura tiene leyes de perspectiva, de luz y sombra, como la pintura o la música. Si naciste conociéndolas, perfecto. Si no, apréndelas. Luego reordena las reglas para adaptarlas a ti.”
Pero que esa voz expresara con exactitud su pensamiento, el ideal que tenía en su cabeza, podía llegar a ser un suplicio, máxime cuando sus libros eran su esencia: “Creo que la única persona a la que un escritor le debe algo es a sí mismo. Si lo que escribo no cumple algo en mí, si honestamente no siento que sea lo mejor que puedo hacer, entonces me siento miserable.”
Puede que por ello les dedicase tanto tiempo. Revisaba y
reescribía hasta el agotamiento. "Escribir dejó de ser divertido cuando
descubrí la diferencia entre escribir bien y mal, y, aún más aterrador, la
diferencia entre escribir bien y el verdadero arte." En sus conversaciones
con Lawrence Grobel reconocía que podía llegar a tardar meses en pulir unas
pocas páginas. "Reescribo una y otra vez. Si pudiera, mantendría mis
libros en estado de revisión perpetua" —confesaba Capote. En cualquier
caso, el escritor también aclaró que, tras la última versión, ya mecanografiada
en papel blanco, nunca cambiaba una palabra.
En una entrevista de 1979 incluida en Vogue, Capote
reflexiona sobre su vocación y carrera: “No tiene nada que ver con el ego.
Desde luego, no en mi caso, porque honestamente no tengo mucho. Tengo un
sentimiento tremendo sobre la importancia de mi escritura. Quiero decir, se lo
debo a Dios, si quieres decirlo así, alcanzar lo que sé que puedo. No puedo
parar aquí, ¿sabes? Porque hay otro nivel, el estado máximo de gracia —y tengo
que llegar allí.” Solo un escritor exigente sabe el trabajo que hay detrás de
un gran libro: “Es una vida realmente insoportable enfrentarse a ese trozo de
papel en blanco todos los días y tener que alcanzar las nubes para sacar algo
de ellas”
Y Truman Capote, con sus fijaciones y su afán de perfección,
gastando lápices uno tras otro, saltando de las páginas amarillas a las
blancas, entre martinis y café, logró obras maestras como: "A Sangre fría",
“Desayuno con diamantes”, "Música para camaleones", "Otras
voces, otros ámbitos" o "Plegarias atendidas". En ellos recogía
el mundo que desfilaba ante él, fuera visible o no. Como él mismo sentenciaba: “Eso
es todo lo que un escritor tiene que escribir: lo que ve y oye, y lo que no”. Al
fin y al cabo, hay una historia detrás de todo.
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