viernes, 21 de mayo de 2021

Las palabras de John Huston en el funeral de Humphrey Bogart


Humphrey Bogart murió a los 57 años de edad, víctima de un cáncer de esófago que lo mantuvo en un digno retiro durante sus últimos meses. Solo podían ir a verlo sus más íntimos amigos a los que siempre recibía con su habitual hospitalidad; entre ellos estaba John Huston, el director y amigo con el que rodó cinco maravillosas películas, cruciales en la trayectoria profesional de ambos: "El halcón maltés" (1941), "Cayo Largo" (1948), "El tesoro de Sierra Madre" (1948), "La reina de África" (1951) y "La burla del diablo" (1954). Huston dedicó a Bogart estas sentidas palabras en su funeral:

"Humphrey Bogart murió el lunes en la mañana. Su esposa estaba en su cabecera y sus hijos en el cuarto contiguo. Estuvo inconsciente por un día. No sufrió. La suya fue una muerte serena. Durante los meses de la enfermedad no pensó nunca, en ningún momento, en morir, y no porque rechazara el pensar en ella: simplemente porque ese pensamiento nunca lo tuvo en mente. Amaba la vida. La vida para él era la familia, los amigos, el trabajo, su bote. No imaginaba que tendría que abandonarlos y así, hasta el último momento, pensó en lo que haría cuando fuera dado de alta. Hizo calafatear el barco. Su hijo Stephen pronto tendría la edad para aprender a navegar y compartir con el padre el amor por el mar. Algunas semanas en barco y Bogie estaría listo para retomar el trabajo. Y habría hecho buenas películas.

Con el paso de los años era siempre más consciente de la dignidad de su profesión. Actor, no estrella: actor. Jamás se había tomado demasiado en serio, pero si mucho en el trabajo. Consideraba la imagen de “Bogart, la estrella”, con cinismo divertido, pero tenía mucha estimación por “Bogart, el actor”. Aquellos que no lo conocían bien, que nunca habían trabajado con él, que no pertenecían al pequeño grupo de sus amigos íntimos, tenían del hombre una idea muy diferente de aquella de los pocos privilegiados. Creo que aquellos que lo conocieron poco estaban en desventaja, sobre todo si eran gente empapada de su propia importancia en el mundo del cine. Los altos jerarcas aprendieron a mantener lejos sus cuellos de ciertos recibimientos brillantes de Hollywood, que exponerlos a las “banderillas” de Bogart.

En algún estanque de Versalles se obliga a las carpas a ejercitarse, pues de otra manera engordarían hasta morirse. Bogie asumía, con raro placer, el mismo objetivo en las fuentes de Hollywood. Los presuntuosos y los arrogantes eran su blanco preferido. Y sus víctimas rara vez se lo tomaban a mal, y en cualquier caso no por mucho tiempo. Sus sarcasmos estaban destinados a golpear sobre todo la superficie externa del sujeto, no a penetrar en las regiones del espíritu donde se producen las verdaderas heridas.

Las bellas moradas de Beverly Hills eran otros campos de acción para la vitalidad de Bogie, pero su casa era un santuario. Al amparo de aquellos muros, podía –cualquiera que fuese su situación- respirar a su gusto. La hospitalidad de Bogie iba más allá del beber y del comer. Curaba la moral de su huésped como su físico, alimentándolo de bienestar hasta hacerle probar la ebriedad, en el corazón como en las piernas.

Esta tradición de hospitalidad maravillosa la observó hasta el último instante, en tanto pudo estar sentado. Os voy a decir los esfuerzos que esto le costó en los últimos tiempos.. A las cinco de la tarde, mientras descansaba en un diván, en el piso superior de su casa, le afeitaban, y, luego, le vestian con unos pantalones de franela y una chaqueta de esmoquin escarlata. Como sea que ya no podía caminar, ponían su cuerpo esquelético en una silla de ruedas, que, a su vez, acercaban a un montacargas al que habían quitado la techumbre para que Bogie cupiera. Las enfermeras le sentaban en una sillita, en el montacargas, y así el bajaba a la cocina en donde volvían a ponerle en la silla de ruedas, con la que le transportaban a la biblioteca, en donde le sentaban en un sillón. Y allí estaba con un vaso de Jerez en una mano y un cigarrillo en la otra. A las cinco y media, hora en que sus invitados empezaban a llegar. Eran pocos, solo quienes mejor le conocían y más tiempo llevaban conociéndolo. Hablaban con él, de dos en dos o de tres en tres, durante media hora. Hacia las ocho de la noche, se retiraba al piso superior, por los mismos medios por los que había bajado. Nadie, entre los que le vieron en las últimas semanas olvidará aquello. Fue una incomparable demostración de puro valor animal. Después de la primera visita (en la primera uno tenía que superar la impresión que la presencia de Bogie producía), uno se sentía arrastrado por la grandeza del comportamiento de Bogie, se sentía extrañamente traspuesto, orgulloso de estar allí, orgulloso de ser su amigo, de ser amigo de un valiente.  

Si Bogart era valiente, su mujer era intrépida. No pensaba jamás en la muerte. Betty sabía que estaba allí, a cualquier hora del día y la noche, sombra espantosa que lentamente se materializaba, la invitada que no se iba después de media hora. Pero ni una sola vez traicionó el secreto. Betty sabía perfectamente, desde el día de la operación, que, en la más optimista de las hipótesis, se trataba de un año o dos, pero encontraba en su propio amor la fuerza para esconder la pena y continuar siendo ella misma para Bogie. Había hecho de todo para que los otros no fueran puestos al corriente de la gravedad de la situación por temor de que el secreto le fuera revelado. Así que no sólo debía representar su papel para Bogie sino para todos. La interpretación no tuvo defectos. Betty satisfacía cada uno sus pequeños deseos, aun incluso antes de que se enterara. No omitió ninguna estratagema. Desde el día de su matrimonio a aquel en que la muerte los separó fue leal, totalmente leal. No se puede meter todo ésto más que en el concepto de “clase”. Del amor y de la “clase”.

Un día, hace muchos años, Bogie, dos amigos y yo, discutíamos para matar el tiempo –temo que habíamos alzado demasiado el codo- sobre el significado de la existencia, y uno de nosotros preguntó si existía un período de nuestra vida que hubiéramos querido revivir. Con la excepción de Bogey, la respuesta de todos fue negativa. Después habló Bogey: “Sí –dijo- hay una época que amaría vivir por segunda vez: los años pasados con Betty”.

Bogie era afortunado en el amor y afortunado en el juego. Tenía de entrada el más grande don que un hombre puede tener: el talento. Todo el mundo sabe reconocerlo. Gracias a eso, pudo vivir una vida confortable con su mujer y sus hijos. Aunque, si no fue particularmente larga, su vida fue ricamente, plenamente vivida. La fuente de sus alegrías más grandes fueron sus hijos, Stephen y Leslie, que dieron el significado principal a sus últimos años. No, Bogie no deseaba nada más. No tenemos motivo para compadecerlo, a él, si no de compadecernos, a nosotros, por haberlo perdido. Es absolutamente insustituible. No habrá nadie como él."

Imágenes: Cortesía de la estupenda página Doctor Macro: Imagen 1 e Imagen 3 - De Wikimedia Commons - Imagen 2 - (CC0)

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