"La iglesia de San Pedro, cual matriz de todas las demás debe tener un pórtico que muestre que recibe con los brazos abiertos, maternalmente, a los católicos para confirmarlos en la fe, a los herejes para reunirlos en la Iglesia y a los infieles para iluminarlos hacia la verdadera fe"
Eso decía Gian Lorenzo Bernini, sobre su magistral columnata de San Pedro de cara a la Iglesia. La realidad, o al menos la inspiración para dicha obra fue otra muy distinta a la divina y muy relacionada con los celos, el dolor y el perdón por hechos aborrecibles ocurridos en el pasado del artista.
Gian Lorenzo Bernini estaba profundamente enamorado de Costanza Bounarelli, la mujer de uno de sus colaboradores y llegó a retratarla en un soberbio busto en mármol (a la derecha) que hoy se expone en florentino Museo del Bargello. Pero Costanza al igual que engañaba a su marido con el escultor, lo hacía también con Luigi, el hermano de este. El desconfiado Gian Lorenzo, que ya tenía la mosca detrás de la oreja, dijo ausentarse de la ciudad para dar confianza a la pareja. En realidad decidió apostarse al amanecer ante la casa de Costanza y reconcentrado esperó allí durante un buen rato esperando despejar sus dudas; desgraciadamente no tardó en ver salir de la casa a su amada y a su hermano Luigi y presenció como se besaban amorosamente a modo de despedida de una noche apasionada. Gian Lorenzo, preso de los celos, perdió totalmente los papeles y tras perseguir a su hermano por media Roma le propinó tal paliza que llegó a partirle varias costillas. Más cruel si cabe fue la venganza que planeó para su amada; mandó a su criado para que con un cuchillo le desfigurase el rostro. El castigo por sus acciones fue mínimo dada la protección que recibía del Papa Urbano VII. Su vil acción y los remordimientos que por la misma sentía, por extraño que parezca, son la génesis de la columnata de San Pedro del Vaticano. Lo relata el propio Gian Lorenzo Bernini.
"Mil veces bendito me siento. ¡Cielos!, si todo aquel que contempla esta elipse rodeada de ordenada geometría pétrea, si todo aquel que se siente abrazado por su proporcionada frondosidad travertina, si todo aquel que se siente abrumado por la tensión sobrehumana que se experimenta desde su centro, supiera la dicha que me abrumó cuando la idea bajó sobre mí como si fuese obra del mismísimo Espíritu Santo... Pero no. Es imposible, en esas circunstancias en que el genio sopla con la fuerza de cien Eolos, comunicar el sentimiento que alberga a quien, bendito elegido, goza de la dicha de una idea sobrevenida, quizás enviada, a instancias de la misma divinidad. ¿Cómo no sentirse un privilegiado? Varias ideas, más vulgares, aunque bien proyectadas, fueron desestimadas antes. Ideas que se obstinaban en pergeñar en forma rectangular la plaza a la que se asoma la Basílica; nada nuevo, por solvente que fuese su realización, por majestuosa que se resolviera su puesta en escena. No, nada de eso convencía a mi genio, ni a la voluntad de Alejandro VII. Él -y yo- quería algo más... excepcional, más nuevo, más... definitivo. Y la idea llegó. Yo, dichoso entre los dichosos, fui el afortunado en quien se encarnó el pensamiento arquitectónico de Dios.
Pero, no; no quiero ser timorato. Ya no. Al fin y al cabo, ¿qué pierdo o qué gano si desvelo ahora cuál fue la génesis de esta idea genial? ¿Estarán preparados los oídos de los escépticos, de los incrédulos, de mis críticos acerbos, a escuchar la verdad de una revelación? ¿Con todas sus consecuencias? Se me achacará fijación de ideas. Mas, ¿qué es el hombre sino el resultado de un carácter singular que se empeña en ser el que es? De todas formas, lo que voy a relatar no desmiente lo más mínimo lo dicho más arriba sobre el origen divino de la idea sobrevenida, antes bien, lo refrenda como seguidamente se verá.
Ya se ha narrado aquí esa etapa de mi vida en que me vi envuelto por la irracional dicha de un amor apasionado, y padeciendo, después, la no menos irracional desesperación por el desamor acaecido; ambos sentimientos encarnados en la adorable persona de Constanza Buonarelli. Ya se contó que esa irracionalidad me llevó a realizar un acto execrable; los celos son el peor de los demonios en un ser humano, le obligan a cometer las mayores atrocidades en nombre del amor despechado. ¡Amor! habría que inventar otra palabra para hablar del sentimiento de desamor que conocemos como celos, y no implicar un término tan bello y deseable (amor, palabra hermosa y necesaria para la existencia; más aún que el aire o el alimento). Pues bien, se recordará que mandé desfigurar a aquella que amé sobre todas, aquella que me hizo soñar paraísos y forjar realidades materializadas en sensibles y expresivas obras de arte. Los remordimientos no me han dejado de acompañar desde entonces, bien en sueños, bien en ensimismamientos.
Andaba yo por aquellos días buscando una solución a la Plaza de San Pedro. Desestimadas propuestas demasiado familiares... cuando tuve el sueño. Sí, cuántas genialidades se deben a la intervención de nuestro inconsciente, de nuestra alma silente, esa que cobra vida cuando el alma vigilante duerme: ¿irracional?, no lo creo. Es nuestra alma silenciosa, que actúa sin propaganda, al abrigo de las estrellas y la luna. Soñaba yo ese día, como otros, con Constanza (veintidós años habían pasado ya desde el luctuoso suceso, mi actuación ignominiosa). Era un sueño al principio difuso, informe, más una sensación que un cuadro definido. Poco a poco fue definiéndose: recuerdo que yo me sentía penitente, que le rogaba perdón, y que para ello, de rodillas, alzaba los brazos hacia ella; ella me sonreía, con su cara horrorosamente desfigurada, me sonreía... De pronto, su rostro se despojó de las heridas y cicatrices, como si mudara la piel, dejando el hermoso cutis que siempre tuvo en todo su esplendor: aquellas mejillas de suaves curvas, aquella frente despejada,... su cabeza comenzó a transformarse, tomó la forma de una gran cúpula sonriente, siempre sonriente, con ojos de perdón infinito; después, tendió sus brazos hacia mí, unos brazos surcados por hilos de sangre procedente de sus manos horadadas,... y me abrazó, me acogió en su seno, con una capacidad de compasión y de amor inmensa. Fue un abrazo de perdón, de comunión con un sentimiento que siempre prevaleció sobre todos los demás, un abrazo que me infundía amor, y con él, me fue donada la idea: me acababa de transmitir la solución a la Plaza de San Pedro.
Al día siguiente, temprano, corrí al Palacio Apostólico, pedí ver a Su Santidad y le conté la idea, ocultándole la génesis, obviamente: la Basílica de San Pedro representa a la Iglesia, fuente del Amor infinito de Dios a los hombres por quienes sacrificó a su Hijo; y es tal su amor que abraza a los fieles y perdona sus ofensas por graves que hayan sido. La representación de esa actitud es el abrazo: la Plaza debía ser, pues, elíptica, como dos brazos abiertos dispuestos al abrazo. Y esos brazos deberían ser abiertos en toda su extensión, para acoger desde cualquier punto cardinal a todos cuantos allí llegasen. Los brazos estarían formados por columnas. Serían brazos en forma de pórtico, de columnata arquitrabada. Delante de él, entusiasmado, le hice un primer bosquejo. Le dije que dentro de la Plaza bien se podría acomodar el obelisco que ahora se situaba en el costado sur, y, a ambos lados de éste sendas fuentes, la que ya existía de Maderno, y otra idéntica realizada por mí. Esto ayudaría a re-alinear el nuevo eje. Alejandro VII se entusiasmó aún más que yo. La simbología le encantó. Es más, la dotó de metafísica y dispuso se realizase una justificación escolástica del círculo como representación de Dios en la Tierra.
Este fue el origen de la Plaza de San Pedro tal y como ahora se conoce. La pena es que se dejara abierta, pues yo había previsto cerrarla con un tercer cuerpo porticado. La historia ha demostrado que yo estaba equivocado y que fue lo mejor dejarla así para que la Vía Alessandrina fuera el preámbulo ideal de entrada a este marco incomparable"
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