Jean-Paul Marat, ese señor que después de ser apuñalado por
Charlotte de Corday se nos muestra, gracias a la maestría del gran
Jacques-Louis David, tan bella y beatíficamente muerto en su bañera, era un
personaje que también tenía sus sombras. No es de extrañar que un sujeto como
él, que afirmaba: "Quinientas o seiscientas cabezas cortadas habrían asegurado
tu descanso, libertad y felicidad", fuera conocido como "La ira del
pueblo". Y desgraciadamente parece que a Marat no solo le movía la supuesta sed
justicia, a veces también lo hacía el más puro rencor.
El gran científico Antoine-Laurent de Lavoisier, conocido como "el padre de la química moderna" por sus muchos avances científicos, fue acusado directamente por Marat a causa de su papel como recaudador de impuestos. Los cargos eran tan sumamente ridículos e inconsistentes que difícilmente lograban ocultar resentimiento que Marat, científico también, guardaba hacia Lavoisier por haberle desaprobado una de sus invenciones, que además, para mayor oprobio para aquel, fue tachada de ridícula.
Aunque Marat no logró ver el fruto de su animadversión a causa de su prematura muerte, no cabe duda de que su hostilidad e influencias contribuyeron de forma importante a que, tiempo después, Lavoisier fuera condenado a la guillotina y a ser enterrado en una fosa común. De poco sirvió que se alegaran sus méritos científicos y los proyectos en los que se encontraba aún inmerso. Uno de sus jueces del Tribunal Revolucionario sentenció:
“La República no necesita ni científicos ni químicos, el curso de la justicia no puede ser detenido”
Para entender la infinita curiosidad de personas como Lavoisier por el avance del conocimiento es ciertamente ilustrativa la forma en la que el químico se enfrentó a su muerte. Supongo que en aquella época del terror, con la guillotina funcionando constantemente, no serían pocos los que se preguntarían hasta cuándo la cabeza ya separada del cuerpo mantenía vivo el pensamiento.
Lavoisier era, sobre todas las cosas, amigo de las
respuestas. Así, se cuenta, aunque no hay pruebas concluyentes de ello, que
Lavoisier acordó con un discípulo convertir su propia ejecución en un último
experimento. Le propuso a su amigo que tan pronto le fuera cortada la cabeza,
la cogiera y le mirara fijamente a los ojos. El científico le parpadearía tantas
veces como le fuera posible, mientras tuviera un hilo de consciencia en su
cerebro. La leyenda asegura que Lavoisier consiguió parpadear alrededor de 15
veces. Esa sería su última contribución a la ciencia y quién sabe
si, en su último abrir y cerrar de ojos pudo recordar aquella máxima suya que decía:
“Nada se crea, nada se destruye, todo se transforma”.
El matemático Lagrange, amigo de Lavoisier sentenció:
“Un
segundo bastó para separar su cabeza del cuerpo, pasarán siglos para que una
cabeza como aquella vuelva a ser llevada sobre los hombros de un hombre de
ciencias”.
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