"Ni la pintura ni la escultura podrán ya calmar mi alma
vuelta hacia aquel amor divino que en la cruz, para acogerme, abrió los
brazos."
Son palabras de Miguel Ángel pertenecientes a un soneto de 1545 dedicado a su amiga Vittoria Colonna. En ellos sale a relucir su espíritu de redención a través de Cristo crucificado, aquel que tras el descendimiento reposará ya sin vida sobre el regazo de su madre, la Virgen María. A ese momento le dedicó el escultor, con tan solo 24 años, su obra "La Piedad" (1498-1499), encargada por el cardenal Jean de Bilhères para la Basílica de San Pedro del Vaticano. Una obra maestra de la que diría Vasari:
"Es un milagro que una piedra, desde el principio sin forma, haya llegado
a tal perfección que la naturaleza misma difícilmente pueda igualar."
¿Pero, es realmente perfecta la Piedad?
Miguel Ángel tenía unos conocimientos de anatomía
sorprendentes para su época, fruto de una aguda observación, pero también de
estudios y disecciones, algo que se refleja en numerosos detalles de sus
esculturas. Cualquier cosa que veamos en una de sus obras parece tener por ello
una razón de ser.
Aunque es extremadamente difícil que pueda ser observado por
quien se enfrenta a la Piedad, el Cristo presenta en su entreabierta
boca un diente extra, un quinto incisivo superior (imagen de abajo). Es lo que médicamente se conoce como
mesiodens, o para explicarlo mejor: "un diente suplementario entre los dos
incisivos maxilares centrales" esos a los que coloquialmente llamamos “paletas”.
No es una cuestión baladí, máxime cuando en aquella época una cosa así tenía un
claro significado simbólico.
En la época que le tocó vivir a Miguel Ángel, las
deformidades o anomalías corporales eran interpretadas por algunos eruditos,
entre los que cabría citar a Savonarola, como un signo del mal, una clara
metáfora del pecado.
No fue la única vez que Miguel Ángel, siempre atento al
detalle y al simbolismo, utilizó este sutil recurso iconográfico. Aparece de
hecho en varias figuras del Juicio Final de la Capilla Sixtina, circunstancia que
fue apreciada durante su restauración. El Profesor Marco Bussagli escribió un
esclarecedor libro al respecto: “I denti e la rappresentazione del male
nell’opera di Michelangelo”, en el que estudió a fondo la cuestión.
¿Pero qué quería decirnos el escultor al incluirlo en el
rostro de Cristo?
No es que Cristo fuera portador de la maldad o del diablo, ni
que Miguel Ángel se permitiera una chanza mal traída. El escultor, de
pensamiento elevado, sabía muy bien lo que hacía. Según la interpretación de
Bussagli, aquel tercer diente funciona como un símbolo perfecto: allí está Jesús,
yacente, después de haber entregado su vida para cargar sobre sí mismo todos
los pecados de la humanidad, y con su sangre libera a los hombres de la culpa
original. Ese diente extra simbolizaría, de este modo, el pecado original, del
que Jesús, como Cordero de Dios, libra a la humanidad.
Y de eso era capaz Miguel Ángel, condensar toda una historia
en un simple diente, que probablemente nadie alcanza a ver, pero que él sabía
que estaba ahí, convirtiéndolo en un detalle que hace la obra más perfecta si
cabe. Interpretaciones puede haber muchas, pero la de Bussagli es tan atractiva
y en apariencia, tan coherente con el contexto cultural del Renacimiento, que
sin duda debe de ser tenida en cuenta.
Ya saben lo que decía Miguel Ángel: “La perfección no es cosa pequeña, pero está hecha de muchas cosas pequeñas”. Para muestra, en este caso no hizo falta un botón; bastó un diente.
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