Hoy, cuando las librerías se llenan nuevos títulos sobre el estoicismo, exaltando las virtudes de hacerse fuerte ante la adversidad en un mundo cada vez más hostil con el individuo, uno no puede dejar de pensar que todo ello es verdadero y oportuno. Pero también surge la búsqueda de una alternativa al puro resistir, al soportar y sufrir con entereza los embates de la vida.
No son pocos los que equivocadamente equiparan el epicureísmo
con el placer desenfrenado y un lujoso hedonismo. Y sin embargo, es algo mucho
más sencillo y a la vez mesurado.
Para Epicuro de Samos el objetivo de la vida era alcanzar la
tranquilidad y, si es posible el placer, entendido como la satisfacción de los
deseos naturales y necesarios. No se habla aquí de bacanales u orgías. El
placer máximo era la "ataraxia", un estado de serenidad y tranquilidad para el espíritu,
ajeno a emociones negativas como el miedo o la ansiedad. Llámenlo felicidad si quieren. A esta tranquilidad del alma se añadía la "aponía", o lo
que es lo mismo, la ausencia de dolor físico.
Prácticamente todo lo que sabemos de Epicuro, al margen de
sus cartas y máximas, se lo debemos a la obra “Vidas y opiniones de los
filósofos” de Diógenes Laercio.
Nacido en Samos en el 341 a.C., Epicuro era una persona
austera en su forma de vivir. Dormía más bien poco y dedicaba mucho tiempo a
escribir y a conversar. Para él un poco de pan, aceitunas y agua era suficiente
sustento y si podía acompañarlo con algo de queso, entonces la comida resultaba
para él un verdadero banquete. En una carta a Meneceo escribió:
"El que no considera suficiente lo poco, nunca tendrá
bastante de nada."
Un pensamiento que, con el tiempo, evoluciono a la idea
tantas veces a él atribuida: "No es más rico el que más tiene sino el que
menos necesita".
Se cuenta que, en cierta ocasión, recibió a una persona
principal en su casa quien al ver la frugal comida que el filósofo tenía ante sí
puso cara de asombro. Epicuro, lejos de sentir vergüenza le dijo: "Si
supieras lo feliz que me hace esta comida, entenderías por qué no necesito
más". Una forma de pensar que recuerda a la máxima inscrita en el Templo
de Apolo en Delfos que decía: "Nada en exceso".
Le gustaba discutir y pensar con sus amigos en el jardín de
su casa, por eso sus discípulos fueron conocidos como "Los del
Jardín". Allí eran bienvenidos tanto hombres como mujeres, esclavos o
extranjeros y se celebraba la amistad como el mayor de los bienes. En aquel
espacio se respiraba el respeto mutuo, la igualdad y la alegría sencilla. No
hacían falta lujos, ni grandes comilonas o un vino sin fin que abotargara el
cuerpo y el alma. Solo paz, buena compañía y buena conversación.
Como decía Epicuro: "Come y bebe con moderación, y,
sobre todo, con buenos amigos".
Para evitar angustias y pesares para el alma enseñaba que no
se debía temer a los dioses, que en su perfección, tendrían asuntos más
importantes en los que ocuparse que en las minucias de los mortales. Y por
supuesto predicaba que no hay que temer la muerte, pues: "Cuando nosotros
estamos, la muerte no está; y cuando está la muerte, nosotros ya no
estamos".
Murió con 72 años, a causa de un cólico que le provocó
grandes dolores. Aun así afrontó sus últimos momentos con serenidad. En esos
últimos momentos escribió una carta a Idomeneo que es muestra de que se
encontraba en paz con la vida sencilla que había vivido:
"Te escribo en el último día feliz de mi vida. Aun sufriendo de dolores tan fuertes que nada puede aumentarlos, la alegría que siento por nuestros recuerdos y por nuestra filosofía me permite resistir y estar en paz".
Resistir y estar en paz. Quizá el estoicismo y el epicureísmo
no estén tan lejos entre sí como parece. Al fin y al cabo ambos buscaban, por
caminos diferentes, la serenidad del alma.
Imagen: Busto de Epicuro en el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York - CC0 - Wikimedia Commons - Fuente Original
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