Si nos preguntaran por el poeta al que definen estas palabras no serían pocos los que pensarían en Charles Bukowski y, sin embargo, así fue como retrató el escritor Gabriel Celaya a nuestro romántico Bécquer en la biografía que le dedicó al poeta sevillano. A veces el tiempo termina distorsionando hasta lo indecible la verdadera personalidad de las figuras que encumbramos y sobre el poeta sevillano, que se llamaba en realidad Gustavo Adolfo Claudio Domínguez Bastida ("Bécquer", de lejana ascendencia flamenca, era el segundo apellido de su padre) hemos lanzado toneladas de azúcar ayudados por el romanticismo de sus poemas. Sin embargo, las referencias a su modo de vida nos llevan a un retrato mucho menos idealizado del poeta. A las puertas de su muerte incluso pedía que quemaran sus cartas porque le supondrían una segura deshonra póstuma. Más allá de escribir algunos artículos periodísticos y garabatear grafitis con su nombre en las portadas de los templos, como el presente en la soberbia portada del toledano Convento de San Clemente, posiblemente tras una noche de juerga, su poesía no fue publicada de forma coherente hasta después de su muerte.
La única obra de Bécquer que alcanzó en cierta manera el éxito en vida del poeta fue aquel indefinible y pornográfico "Los Borbones en pelota" que, por razones más que obvias, no pudo firmar con su nombre y sólo fue accesible en círculos muy minoritarios. Aunque hay quien atribuye la obra a Francisco Ortego, para la mayoría de estudiosos, esta gamberra sátira del poder y sus excesos, fue realizada por Bécquer junto a su hermano, el pintor Valeriano (autor del retrato del inicio) y conjugaban a la perfección imágenes de lo más procaces con textos ideados por el poeta. La protagonista era Isabel II, que con su incontenible apetito sexual quedó retratada como ninguna otra reina: "Sentada está en su poltrona, con su chulo, cetro y corona" e incluso la mostraban practicando sexo con un burro e ilustraban esa procaz imagen de zoofilia con las palabras "Por probar de todo... de tirarse a un pollino encontró el modo". La nobleza y el clero no salían mejor parados en las orgiásticas imágenes de una obra inconcebible en la pacata sociedad española de aquel tiempo. Suerte tuvo nuestro admirado Bécquer de que no descubrieran a los autores; no dudo de que el castigo hubiese sido ejemplar y nos habríamos visto privados de sus "Rimas y leyendas".
Pero más allá de estas salidas de tono, sus poemas no alcanzaron la fama merecida; en eso Bukowski tuvo más suerte. La gloria que tanto ansiaba le resultaba esquiva y así, en su agonía le decía a sus amigos: "Si es posible, publicad mis versos. Tengo el presentimiento de que muerto seré más y mejor conocido que vivo". Murió con tan solo 34 años, posiblemente de tuberculosis, aunque también hay quien especula con que la causa fuera la sífilis. Sus últimas: "Todo mortal" no resultaban extrañas en un poeta que dedicó más de una de sus creaciones a la muerte, incluso en uno de sus poemas habla de su propio final y del recuerdo que podría quedar de su persona, palabras que sirven para cualquiera de nosotros:
Al ver mis horas de fiebree insomnio lentas pasar,
a la orilla de mi lecho,
¿quién se sentará?
Cuando la trémula mano
tienda, próximo a expirar,
buscando una mano amiga,
¿quién la estrechará?
Cuando la muerte vidríe
de mis ojos el cristal,
mis párpados aún abiertos,
¿quién los cerrará?
Cuando la campana suene
(si suena en mi funeral)
una oración, al oírla,
¿quién murmurará?
Cuando mis pálidos restos
oprima la tierra ya,
sobre la olvidada fosa,
¿quién vendrá a llorar?
cuando el sol vuelva a brillar,
de que pasé por el mundo
quién se acordará?
Y sin embargo, los amigos de Bécquer, retratado arriba en 1865, sólo cinco años antes de su muerte, le hicieron caso y póstumamente publicaron una compilación de sus versos y escritos, acción con la que en poco tiempo, Bécquer se convirtió en uno de los pilares de la poesía de nuestro país, tanto como para que, sorprendentemente, este hombre que no hacía mucho ridiculizaba de forma inmisericorde a la Corona, al clero y a la nobleza en un País como el nuestro, y reivindicado solo por la calidad de su poesía, terminara apareciendo hasta en los billetes de 100 pesetas. No deja de ser curioso que el verdadero "enfant terrible" de nuestras letras sea el aparentemente melifluo Bécquer, ese que con sus golondrinas y sus arpas es ahora lectura obligada en los colegios, el mismo que escribía:
¿Qué es poesía?, dices mientras clavasen mi pupila tu pupila azul.
¿Qué es poesía? ¿Y tú me lo preguntas?
Poesía… eres tú.
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