"Pero a medida que fui siendo mayor, y cuanto más insípidas me sabían las pequeñas satisfacciones que hallaba en la vida, con tanta mayor claridad comprendía en dónde había de buscar la fuente de las alegrías y de la felicidad. Supe que ser amado no es nada, que amar, sin embargo, lo es todo. Y creí ver cada vez más claro que lo que hace valiosa y placentera la existencia es nuestro sentimiento y nuestra sensibilidad. Donde quiera que viese en la tierra algo que pudiera llamarse «felicidad», ésta se componía de sentimientos. El dinero no era nada, el poder tampoco. Veía a muchos que poseían ambas cosas y eran desdichados. La belleza no era nada; veía a hombres y mujeres bellos, que a pesar de toda su belleza eran desdichados. Tampoco la salud contaba demasiado. Cada cual era tan sano como se sentía; había enfermos que rebosaban vitalidad hasta poco antes de su fin, y personas sanas que se marchitaban, angustiadas por el temor de sufrir. La dicha, sin embargo, siempre estaba allí donde un hombre tenía sentimientos fuertes y vivía para ellos, sin reprimirlos ni violarlos, sino cuidándolos y disfrutándolos. La belleza no hacía feliz al que la tenía, sino al que sabía amarla y venerarla.
Aparentemente existían muy diversos sentimientos, pero en el fondo eran uno. A cualquiera de ellos puede llamársele voluntad o cualquier otra cosa. Yo lo llamo amor. La dicha es amor y nada más. El que es capaz de amar es feliz. Todo movimiento de nuestra alma, en el que ésta se sienta a sí misma y sienta la vida, es amor. Por tanto es dichoso aquél que ama mucho. Sin embargo amar y desear no es exactamente lo mismo. El amor es deseo hecho sabiduría; el amor no quiere poseer, solo quiere amar. Por eso también era feliz el filósofo que mecía en una red de pensamientos su amor al mundo y que lo envolvía una y otra vez en su red amorosa. Pero yo no era filósofo.
En los caminos de la moral y la virtud tampoco existía posibilidad de dicha para mí. Como no ignoraba que sólo puede hacerme feliz la virtud que siento en mí, que yo invento y cuido en mí mismo, ¿cómo iba a pretender apropiarme una virtud ajena? Lo que sí veía es que el mandamiento del amor, ya fuese enseñado por Jesús o por Goethe, era erróneamente interpretado por todo el mundo. No se trataba de un mandamiento. Los mandamientos no existen. Los mandamientos son verdades como las transmite el que sabe al que no sabe, como las capta y siente el que no sabe. Los mandamientos son verdades mal captadas. El fondo de toda sabiduría es: la felicidad sólo viene a través del amor. Si digo: «¡Ama al prójimo!», estoy ya falseando la doctrina. Tal vez sería más justo decir: «¡Amate a ti mismo como a tu prójimo!». Quizá el fallo original fue empeñarse siempre en empezar por el prójimo…"
El fragmento se recoge en "Obstinación", obra en la que se recogen una serie de "Escritos autobiográficos" de Hermann Hesse y que comienza con la siguiente cita del propio escritor acerca del valor de la "Obstinación" en ser uno mismo:
"Una virtud hay que quiero mucho, una sola. Se llama obstinación. Todas las demás, sobre las que leeremos en los libros y oímos hablar a los maestros, no me interesan. En el fondo se podría englobar todo ese sinfín de virtudes que ha inventado el hombre en un solo nombre. Virtud es: obediencia. La cuestión es a quién se obedece. La obstinación también es obediencia. Todas las demás virtudes, tan apreciadas y ensalzadas, son obediencia a las leyes dictadas por los hombres. Tan sólo la obstinación no pregunta por esas leyes. El que es obstinado obedece a otra ley, a una sola, absolutamente sagrada, a la ley que lleva en sí mismo, al «propio sentido»."
Imagen: De Wikimedia Commons - (CC BY-SA 3.0 nl) en la Fuente Original
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