Conan Doyle, el padre del admirado Sherlock Holmes, era conocido
por su humor y por su afición a contar anécdotas en reuniones sociales —igual
que uno que yo me sé—. El 7 de junio de 1897 apareció, en el diario Evening
Observer de Brisbane, una de aquellas jugosas historias que Sir Arthur
contaba para amenizar el ambiente. El relato original tenía como protagonista a
un venerable clérigo, pero con el tiempo fue cambiando y adornándose hasta tomar, más o menos,
la siguiente forma:
Un supuesto amigo de Conan Doyle, convencido de que en toda
casa respetable hay un «esqueleto en el armario», es decir, que por muy buena
que sea la reputación de alguien, todos tenemos algo que esconder, escogió a
doce personas acomodadas y aparentemente intachables y marchó a la oficina de
telégrafos, desde donde, para probar su teoría, les envió un inquietante
mensaje en el que tan solo se leía:
«Todo se ha descubierto. Huye enseguida».
Ni que decir tiene que todos se apresuraron a hacer la
maleta y desaparecieron durante un tiempo.
A Sherlock Holmes, la reacción le habría parecido,
simplemente, «Elemental».
Imagen: De Wikimedia Commons - Dominio Público - CC0

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