domingo, 2 de noviembre de 2025

Camilo José Cela: Un Nobel entre orinales y palanganas

 

¿Qué se puede decir de una persona que atesoraba una colección de 62 orinales? Ese personaje no es otro que el premio Nobel de Literatura de 1989, el indefinible Camilo José Cela, autor de joyas como “La Colmena”, “La familia de Pascual Duarte” o “Mazurca para dos muertos”. Su secretario, Gaspar Sánchez Salas, lo intentó, describiéndolo en una entrevista en "El País" como "poliédrico y caprichoso" y habría que añadir que también un poco travieso —por no decir, en cierta medida, algo gamberro—.

En cualquier anécdota en la que se dé voz al escritor hay que recordar su gesto adusto y su voz profunda y sentenciosa para completar la imagen. Se cuenta que en los años en los que ingresó en la Real Academia Española, allá por 1957, Don Camilo lucía una barba muy poblada que, por no ser muy habitual en la época, llevó a discusiones sobre si sería postiza o no. Una tarde de tertulia en el Café Gijón se le acercó un joven y le dijo:

—Mire usted, señor Cela, acabo de apostarme mil duros a que soy capaz de tirarle de la barba; ayúdeme a ganarlos, por favor.

Cela, sin inmutarse lo más mínimo, dio una última calada a su cigarrillo y se dignó a responderle:

—Joven, le diré lo que gana y lo que pierde usted con esto: pierde los mil duros y se gana una patada en los cojones.

El ya citado Gaspar Sánchez Salas, que según el mismo contaba, hubo de sufrir la limpieza metódica de la colección de orinales del escritor que no se fiaba del ama de llaves, refirió otra anécdota jugosa del escritor. Cela asistía muy poco a las sesiones de la Real Academia, pero con ocasión de una de sus visitas se encontró con que la entrada estaba en obras y una zanja dificultaba enormemente el paso. El chófer le planteó la posibilidad de entrar por la puerta trasera, algo que el escritor rechazó de inmediato y bajándose del coche en la puerta principal, retiró decidido la cinta que acotaba la obra para abrirse paso. Un obrero que estaba en el lugar le dijo indignado:

— Pero, ¿quién se cree usted que es?

Cela, que seguía adelante con paso firme y la cabeza erguida le replicó:

— ¿Yo? Yo soy cultura general... ¿Y usted?

Qué más se puede esperar de alguien como Don Camilo, que en 1983, en el programa de televisión “Buenas noches” de Mercedes Milá, como buen coleccionista de orinales que era, tras definirse como pedorro domiciliario, defendió que tenía la supuesta "habilidad" de "absorción de un litro y medio de agua de un solo golpe por vía anal" con "agua que no esté demasiado fría". Cuando la periodista añadió, totalmente sorprendida: "¿Qué no tenga cloro, no?", el escritor mostró con sorna su indiferencia a ese matiz diciendo:

—Mis papilas del gusto no las tengo en ese conducto sino en otro.

Su ingenio era relampagueante y por eso mismo era muy difícil dejarlo fuera de juego. En 1977, Cela ocupaba un escaño en el Senado por designación real. El 19 de junio, según cuenta la tradición parlamentaria, tuvo lugar una anécdota muy difundida que tiene a Cela como protagonista. Parece que el escritor llevaba un poco de sueño atrasado y tras dar algunas cabezadas en su escaño, el presidente de la Cámara, D. Antonio Fontán le llamó un par de veces lo que hizo que el escritor terminara por despertarse. El presidente en tono serio le dijo:

—El senador Cela estaba dormido…

—No, señor presidente, no estaba dormido sino durmiendo...

—¿Acaso no es lo mismo estar dormido que durmiendo?

—No, señor presidente, como tampoco lo es estar jodido que jodiendo.

Todo un personaje. Hoy nuestras instituciones son sin duda mucho menos ingeniosas y por supuesto más aburridas.


Imagen: Tomada de Wikimedia Commons - CC BY SA-4.0


sábado, 1 de noviembre de 2025

El testamento de François Rabelais


"Mejor es escribir de risa que de lágrimas, porque reír es lo propio del hombre"

Eso sostenía François Rabelais en el prólogo de su afamada obra "Gargantúa y Pantagruel", una sátira humorística con la que el escritor pretendía ridiculizar los vicios y costumbres de su tiempo haciendo uso de la exageración como herramienta estética. Las cinco novelas que componen las aventuras, a veces un tanto grotescas y escatológicas, de sus dos glotones y bondadosos gigantes, Gargantúa y su hijo Pantagruel, empezaron a publicarse en 1532, y aunque tuvieron una amplia difusión, también sufrieron duramente el azote de la censura. Puede que, anticipándose a esa reacción negativa de algunos estamentos, Rabelais las publicara inicialmente bajo un anagrama de su nombre: Alcofribas Nasier —también utilizó el de Séraphin Calobarsy—.

Descripciones como las que hacía del modo de vida de los thelemitas, una comunidad ficticia y utópica creada por Rabelais en "Gargantúa", en la que se rechazan las tres grandes reglas monásticas —pobreza, la castidad y obediencia—, resultaban sin duda tan atrayentes como provocadoras:

"Tenían empleada su vida, no según leyes, estatutos ni reglas, sino según su franco arbitrio. Se levantaban de la cama cuando buenamente les parecía; bebían, comían, trabajaban, dormían cuando les venía en gana; nada les desvelaba y nadie les obligaba a comer, beber ni hacer cosa alguna; de esta manera lo había dispuesto Gargantúa. En su regla no había más que esta cláusula: «Haz lo que quieras»"

De no haber sido por el apoyo que el escritor recibió de protectores como Jean du Bellay, es muy probable que la censura hubiese logrado acabar rápidamente con las aventuras de sus desaforados gigantes.

Rabelais, al que algunos describen como un "bon vivant" se guardó una gran frase para sus últimos momentos y según algunos testimonios dijo: "Me voy en busca de un gran quizá; corran el telón, la farsa ha terminado".

Pero donde realmente volcó la esencia de su singular humor fue en una cita de su testamento donde, según la tradición anecdótica, dejó la siguiente declaración de voluntades:  

"No tengo nada; debo mucho; el resto lo dejo a los pobres".

Imagen: Gargantúa en un grabado de Gustave Doré. Fuente: Wikimedia Commons - CC0