Sergei Rachmaninov, ayudado de la quietud de su finca
Ivánovka y con la inspiración de sus largos paseos por el campo durante el verano
de 1909, fue dando forma a las ideas que bullían en su cabeza hasta componer su
tercer concierto para piano y orquesta en re menor op. 30, una obra concebida como lucimiento para
su primera gira por Estados Unidos, una composición luminosa, trufada de
grandes complejidades técnicas con la que pretendía epatar a los oyentes y que
con el tiempo fue definida como "El Everest del repertorio
pianístico".
En una carta al musicólogo Joseph Yasser, Rachmaninov contaba del tema principal del Concierto: “¡Simplemente 'se escribió solo'! Si tuve algún plan al componer este tema, solo pensaba en el sonido. Quería 'cantar' la melodía en el piano, como lo haría un cantante.”
No han sido pocos los grandes pianistas que dieron un paso
atrás con un concierto que literalmente da miedo, sobre todo en su frenético
tercer movimiento. Baste decir que la partitura está dedicada a Josef Hofmann,
uno de los grandes pianistas de la época y este puso mil excusas para no
interpretarlo.
"Lo escribí para elefantes", decía Rachmaninov del
concierto, haciendo alusión a la fuerza y capacidad que ha de poseer el
pianista que se atreva con este monstruo de la técnica pianística. Por ejemplo,
el pianista Gary Graffman decía: “Lamento no haber aprendido este concierto
cuando era estudiante, cuando aún era demasiado joven para conocer el miedo.”
El caso es que, ante la negativa de Hofmann a tocar aquel concierto diabólico —"no es para mí"— dijo, fue el propio Rachmaninov el que se encargó de estrenarlo el 28 de noviembre de 1909. La orquesta no tuvo el suficiente tiempo para ensayar y el resultado no satisfizo nada al compositor. Pocas semanas después la interpretó con Gustav Mahler a la batuta y el resultado mejoró sensiblemente, pero aun así, el concierto se resistía a florecer y a mostrarse en toda la magnificencia con la que Rachmaninov lo escuchaba en su cabeza.
Todo cambió cuando el pianista Vladimir Horowitz, uno de los
mejores de la historia, asumió en su repertorio aquel concierto al que todos
parecían rehuir y apenas se programaba. Así, la verdadera mayoría de edad del concierto llegó el 18 de
enero de 1930, cuando Rachmaninov pudo escuchar la interpretación que del
concierto hizo Horowitz en el Carnegie Hall de Nueva York. Al finalizar aquella
interpretación, cuentan los presentes que Rachmaninov, dijo de Horowitz que era
"el único pianista que realmente entendía este concierto" y añadía
"Así es como siempre soñé que debía sonar mi concierto, pero nunca esperé
oírlo así en la tierra".
Fue tal el impulso que dio Horowitz a este tercer concierto
que finalmente logró ponerlo de moda y que se programara con asiduidad,
animando a otros pianistas a atreverse con un reto que ahora ya sabían no era
sobrehumano. Incluso logró que se aupara en cierta manera por encima del también
exigente y hermoso concierto nº 2 de Rachmaninov, más popular entre los
melómanos clásicos.
Gracias a este concierto nº 3, Horowitz y Rachmaninov se
hicieron muy amigos y doce años después, estando ya muy enfermo Rachmaninov,
Horowitz volvió a tocar aquel concierto delante del compositor, nuevamente en
el Carnegie Hall de Nueva York. En aquella ocasión, un Horowitz más maduro y
lleno de matices al piano, volcó todo su afecto y admiración hacia el compositor
—su ídolo de juventud— para conseguir una interpretación sublime; cuando
terminó parecía haber rozado el cielo, o quizá el mismo Olimpo reservado a los
dioses del piano.
La sala del Carnegie Hall era un hervidero de aplausos, pero
a Horowitz solo le interesaba la reacción de Rachmaninov, que muy emocionado, aunque
muy débil físicamente sentenció ante los que le rodeaban: "¡Se lo tragó
entero!". Luego, tras el concierto le dijo al pianista y amigo: "Este
concierto es mío, pero ahora lo has hecho tuyo". No cabe mejor homenaje
para quien fue capaz de escalar el Everest con tanta elegancia y determinación
para colocar la bandera del "Rach 3" en lo más alto del repertorio pianístico.
El concierto consta de tres movimientos que sin descanso, irán llevando al pianista desde una falsa calma inicial hasta el vértigo más absoluto.
El primero, —Allegro ma no tanto—, luce un comienzo memorable, con unas notas suaves y llenas de romanticismo que poco a poco se van llenando de dificultades, sobre todo si se toca con la muy exigente cadenza ossia.
El segundo movimiento —Intermezzo: Adagio— es casi como una confesión, una balada cargada de honda emoción que termina transformándose, súbitamente, en lo que sin duda es el verdadero comienzo del último movimiento.
El tercero —Finale: Alla breve— es una verdadera complicación, un frenesí de notas y sentimientos, un reto intelectual, técnico y físico para cualquier pianista. No son pocos los pianistas que dicen que tocar este concierto es como atravesar una tormenta, para al final salir bañado de luz.
¿Qué hace tan temible y fascinante a este concierto? Como a veces vale más una imagen que mil palabras, os recomiendo el video con la interpretación que del concierto hace Daniil Trifonov, especialmente el bellísimo comienzo y a partir del minuto 37'55 en el que está a punto de terminar el segundo movimiento y comienza la gran batalla del tercero. El esfuerzo y concentración del pianista resultan hipnóticos.
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