jueves, 28 de agosto de 2025

Rachmaninov y su inalcanzable Concierto nº3 para piano y orquesta

 

"Soy un hombre de pocas palabras y muchos silencios, pero la música es mi confesión" (Sergei Rachmaninov)

Sergei Rachmaninov, ayudado de la quietud de su finca Ivánovka y con la inspiración de sus largos paseos por el campo durante el verano de 1909, fue dando forma a las ideas que bullían en su cabeza hasta componer su tercer concierto para piano y orquesta en re menor op. 30, una obra concebida como lucimiento para su primera gira por Estados Unidos, una composición luminosa, trufada de grandes complejidades técnicas con la que pretendía epatar a los oyentes y que con el tiempo fue definida como "El Everest del repertorio pianístico".

En una carta al musicólogo Joseph Yasser, Rachmaninov contaba del tema principal del Concierto: “¡Simplemente 'se escribió solo'! Si tuve algún plan al componer este tema, solo pensaba en el sonido. Quería 'cantar' la melodía en el piano, como lo haría un cantante.”

No han sido pocos los grandes pianistas que dieron un paso atrás con un concierto que literalmente da miedo, sobre todo en su frenético tercer movimiento. Baste decir que la partitura está dedicada a Josef Hofmann, uno de los grandes pianistas de la época y este puso mil excusas para no interpretarlo.

"Lo escribí para elefantes", decía Rachmaninov del concierto, haciendo alusión a la fuerza y capacidad que ha de poseer el pianista que se atreva con este monstruo de la técnica pianística. Por ejemplo, el pianista Gary Graffman decía: “Lamento no haber aprendido este concierto cuando era estudiante, cuando aún era demasiado joven para conocer el miedo.”

El caso es que, ante la negativa de Hofmann a tocar aquel concierto diabólico —"no es para mí"— dijo, fue el propio Rachmaninov el que se encargó de estrenarlo el 28 de noviembre de 1909. La orquesta no tuvo el suficiente tiempo para ensayar y el resultado no satisfizo nada al compositor. Pocas semanas después la interpretó con Gustav Mahler a la batuta y el resultado mejoró sensiblemente, pero aun así, el concierto se resistía a florecer y a mostrarse en toda la magnificencia con la que Rachmaninov lo escuchaba en su cabeza.

Todo cambió cuando el pianista Vladimir Horowitz, uno de los mejores de la historia, asumió en su repertorio aquel concierto al que todos parecían rehuir y apenas se programaba. Así, la verdadera mayoría de edad del concierto llegó el 18 de enero de 1930, cuando Rachmaninov pudo escuchar la interpretación que del concierto hizo Horowitz en el Carnegie Hall de Nueva York. Al finalizar aquella interpretación, cuentan los presentes que Rachmaninov, dijo de Horowitz que era "el único pianista que realmente entendía este concierto" y añadía "Así es como siempre soñé que debía sonar mi concierto, pero nunca esperé oírlo así en la tierra".

Fue tal el impulso que dio Horowitz a este tercer concierto que finalmente logró ponerlo de moda y que se programara con asiduidad, animando a otros pianistas a atreverse con un reto que ahora ya sabían no era sobrehumano. Incluso logró que se aupara en cierta manera por encima del también exigente y hermoso concierto nº 2 de Rachmaninov, más popular entre los melómanos clásicos.  

Gracias a este concierto nº 3, Horowitz y Rachmaninov se hicieron muy amigos y doce años después, estando ya muy enfermo Rachmaninov, Horowitz volvió a tocar aquel concierto delante del compositor, nuevamente en el Carnegie Hall de Nueva York. En aquella ocasión, un Horowitz más maduro y lleno de matices al piano, volcó todo su afecto y admiración hacia el compositor —su ídolo de juventud— para conseguir una interpretación sublime; cuando terminó parecía haber rozado el cielo, o quizá el mismo Olimpo reservado a los dioses del piano.

La sala del Carnegie Hall era un hervidero de aplausos, pero a Horowitz solo le interesaba la reacción de Rachmaninov, que muy emocionado, aunque muy débil físicamente sentenció ante los que le rodeaban: "¡Se lo tragó entero!". Luego, tras el concierto le dijo al pianista y amigo: "Este concierto es mío, pero ahora lo has hecho tuyo". No cabe mejor homenaje para quien fue capaz de escalar el Everest con tanta elegancia y determinación para colocar la bandera del "Rach 3" en lo más alto del repertorio pianístico.

El concierto consta de tres movimientos que sin descanso, irán llevando al pianista desde una falsa calma inicial hasta el vértigo más absoluto.

El primero, —Allegro ma no tanto—, luce un comienzo memorable, con unas notas suaves y llenas de romanticismo que poco a poco se van llenando de dificultades, sobre todo si se toca con la muy exigente cadenza ossia.

El segundo movimiento —Intermezzo: Adagio— es casi como una confesión, una balada cargada de honda emoción que termina transformándose, súbitamente, en lo que sin duda es el verdadero comienzo del último movimiento.

El tercero —Finale: Alla breve— es una verdadera complicación, un frenesí de notas y sentimientos, un reto intelectual, técnico y físico para cualquier pianista. No son pocos los pianistas que dicen que tocar este concierto es como atravesar una tormenta, para al final salir bañado de luz.

¿Qué hace tan temible y fascinante a este concierto? Como a veces vale más una imagen que mil palabras, os recomiendo el video con la interpretación que del concierto hace Daniil Trifonov, especialmente el bellísimo comienzo y a partir del minuto 37'55 en el que está a punto de terminar el segundo movimiento y comienza la gran batalla del tercero. El esfuerzo y concentración del pianista resultan hipnóticos.



Imagen: De Wikimedia Commons - Dominio Público CC0 - Fuente original

miércoles, 27 de agosto de 2025

El romance del niño que todo lo quería ser (Manuel Benítez Carrasco)

 


El niño quiso ser pez;
metió los pies en el río.
Estaba tan frío el río
que ya no quiso ser pez.

El niño quiso ser ave;

se asomó al balcón del aire.
Estaba tan alto el aire
que ya no quiso ser ave.

El niño quiso ser perro;

se puso a ladrar a un gato.
Le trató tan mal el gato
que ya no quiso ser perro.

El niño quiso ser hombre;

le estaban tan mal los años
que ya no quiso ser hombre.

y ya no quiso crecer,

no quería crecer el niño
se estaba tan bien de niño,
pero tuvo que crecer.

Y una tarde, al volver

a su placita de niño
el hombre quiso ser niño
pero ya no pudo ser. 

Al hilo de estos versos pertenecientes al "Romance del niño que todo lo quería ser", obra de Manuel Benítez Carrasco (1922-1999), un poeta andaluz que desarrolló la mayor parte de su obra fuera de España y muy especialmente en México, no puedo evitar recordar una frase atribuida a Rainer María Rilke, el famoso poeta austríaco, que da para pensar mucho: “La verdadera patria del hombre es la infancia”. Aunque la infancia les parece eterna a unos niños que no miran al futuro y son todo presente, lo cierto es que dura tan solo un instante, aunque eso sí, nada insignificante, pues nos pasamos el resto de la vida marcados por cómo vivimos aquellos momentos a los que siempre queremos retornar.

Es curioso que al leer el poema, al menos así ocurre en mi caso, uno casi piensa más en sus hijos que en uno mismo, que ya ha dejado también atrás la adolescencia y la juventud primera. Ahora, viéndolos a ellos cómo van creciendo tan deprisa y van pidiendo con urgencia su sitio en este mundo, se toma más conciencia si cabe de la fugacidad del proceso, del inexorable paso del tiempo y de cómo, a su lado, nos hacemos mayores con la misma rapidez que ellos se hacen adultos.

Las etapas se van cubriendo una tras otra. Y uno no puede evitar acordarse de aquella canción de Serrat titulada "Esos locos bajitos" que terminaba con aquellos versos que decían: "Nada ni nadie puede impedir que sufran, que las agujas avancen en el reloj, que decidan por ellos, que se equivoquen, que crezcan y que un día nos digan adiós".

No me importaría que siguieran, como canta Serrat, “jodiendo con la pelota” un tiempo más. Yo, a cambio, controlaría todo lo posible abusar de aquello de “Eso no se dice, eso no se hace, eso no se toca”.

Imagen: "Corriendo por la playa" - Joaquín Sorolla - CC BY 2.0  en Wikimedia Commons


martes, 26 de agosto de 2025

Tales de Mileto: Una vida entre pirámides, agua y aceitunas

 

"Cuida tus palabras; que ellas no levanten un muro entre ti y los que contigo viven"

No era mal consejo este que nos daba Tales de Mileto, considerado el primero de los filósofos y uno de los míticos Siete Sabios de Grecia. Una máxima que Tales, conocedor de la naturaleza humana, complementó con otra que decía: "La cosa más difícil es conocernos a nosotros mismos y la más fácil es hablar mal de los demás". Dos mil seiscientos años después nada ha cambiado. 

Los grandes pensadores tienen fama de despistados, de vivir ensimismados en sus pensamientos, de parecer a veces torpes dentro de su genialidad y Tales de Mileto constituye un ejemplo clásico de este tópico. Contaba Platón que fascinado Tales por el espectáculo de las estrellas que tachonaban el cielo, caminaba absorto mirándolas. Quién sabe si pensaba en el posible orden del cosmos o simplemente observaba cómo parecían acompañar cada uno de sus pasos, pero desde luego olvidó por completo el suelo sobre el que pisaba. No tardó en volver a la realidad cuando, tras un paso en falso, cayó en un pozo que había en su camino. Una criada tracia no pudo evitar reírse de aquel supuesto sabio que preocupándose siempre de cosas elevadas e inalcanzables no reparaba en las realidades terrenales que tenía delante de sí.

El ingenio de Tales en cualquier caso era enorme. Contaba Diógenes Laercio que como aplicación del famoso teorema que lleva su nombre, basado en que, cuando varias rectas paralelas son cortadas por otras transversales, los segmentos resultantes guardan siempre la misma proporción, logró medir de forma sencilla la altura de la Gran Pirámide de Keops, durante milenios, la construcción más alta hecha por la mano del hombre. Solo tuvo que esperar al momento del día en que su sombra medía exactamente lo mismo que su cuerpo y pasar luego a medir la sombra de la pirámide. Nada más fácil, pero hay que tener la mente despierta para darse cuenta de esas cosas.

Según Aristóteles, Tales fue el primero en apartarse de mitologías y dioses para dar una explicación a la realidad y para él, el principio fundamental (el arjé) de todas las cosas, el elemento del que parte todo lo visible es el agua. Puede parecer una explicación simplista, pero que lograra buscar ese origen fuera de los caminos tradicionales relacionados con la religión o el Olimpo, ya era un paso de gigante.

Sus vecinos no dudaban de su inteligencia, pero viendo la modestia con la que vivía se mofaban de él y decían que todos sus saberes no le valían para nada. Tales, quizá movido por su orgullo y deseoso de demostrar que su forma de vida era por elección propia, se propuso hacerse rico. Contaba Aristóteles que, gracias a sus conocimientos sobre meteorología, Tales predijo que el año entrante sería extraordinariamente bueno para el cultivo de aceitunas. Ni corto ni perezoso, mucho antes de que llegaran las cosechas, alquiló todos los molinos de la zona por muy bajo precio. Cuando llegó la recolección, tan abundante como había previsto, todos tuvieron necesidad de hacer uso de las prensas de los molinos y dependían de él. Tales subarrendó las prensas a un precio mucho más alto y se hizo con un suculento beneficio. Tras demostrar que no era rico porque no quería volvió a su modesto estilo de vida.

Puede que en estos tiempos en los que impera el deseo desaforado de triunfar y acaparar riquezas, sea bueno recordar a un sabio tan lejano como Tales y un par de las máximas que se le atribuyen: "La riqueza no está en poseer muchas cosas, sino en necesitar pocas" o esa otra que decía: "La moderación enriquece, el exceso empobrece".

La imagen que encabeza este texto es una recreación digital basada en grabados atribuidos a Tales de Mileto. En realidad, no contamos con retratos auténticos del filósofo (siglo VI a. C.), de modo que su aspecto sigue siendo un misterio.

lunes, 25 de agosto de 2025

Händel, Bach y el matasanos que dejó ciego el Barroco

 

En el mismo año, 1685, y con tan solo doscientos kilómetros de separación, nacieron en Alemania dos de los más grandes compositores de la historia: Johann Sebastian Bach y Georg Friedrich Händel. Aunque no llegaron a conocerse, compartieron muchas cosas: un talento inusual para la música, su virtuosismo con el teclado y el órgano, su obra religiosa repleta de obras maestras absolutas y para su desgracia, ambos cayeron en manos del oculista más siniestro de la historia.

Tanto Händel como Bach se habían dejado las pestañas sobre el papel pautado para componer, una tras otra, grandes obras musicales. Ya mayores ambos estuvieron aquejados de cataratas y víctimas de la desesperación tuvieron la mala suerte de recurrir a un supuesto oculista, John Taylor, que en realidad no pasaba de charlatán de feria. Viajaba de ciudad en ciudad, autodenominándose "Oculista del Rey" y se desplazaba con gran parafernalia en carrozas que iban adornadas con ojos pintados, anunciando con gran fanfarria sus milagrosas curaciones. A las habituales sangrías y laxantes sumaba, según se decía, el uso de unos colirios milagrosos para los ojos realizados a partir de sangre de palomas, azúcar pulverizada o sal horneada. Sobran más comentarios.

Bach a sus 65 años tenía muy deteriorada la visión y, aunque todavía podía moverse por sí mismo, ya no alcanzaba a leer ni escribir, así, en 1750 fue operado en dos ocasiones por Taylor en tan solo unos días. El resultado de la operación fue un desastre y Bach quedó irremediablemente ciego. Parece que las complicaciones posteriores y los ungüentos utilizados en sus cuidados aceleraron su muerte unas semanas después.

Händel tenía un poco más de vista previamente a la operación, pero igualmente quedó ciego tras la intervención de Taylor en 1752. Su biógrafo John Mainwaring lo explicaba así: “Su vista se fue debilitando poco a poco hasta quedar completamente extinguida; y este triste desenlace fue apresurado por el tratamiento inapropiado del oculista Taylor”. Sobrevivió siete años componiendo y dirigiendo algunas piezas gracias a su extraordinaria memoria. 

El caso es que John Taylor, que antes de cada intervención pronunciaba un largo y rimbombante discurso de autopromoción, siempre alardeó de haber operado a los dos músicos: “He tenido el honor de realizar operaciones en los ojos de los grandes músicos Händel y Bach”. Por supuesto, del resultado ya hablaba menos. 

Estoy seguro que de haber tenido éxito, ambos compositores le habrían dedicado a Taylor un maravilloso "Aleluya" en su honor. Vistos los resultados más le cuadraba un "Dies irae" y que Dios descargara sobre él toda su ira.

Imagen: Händel retratado por Thomas Hudson - Fuente Wikimedia Commons - CC0

domingo, 24 de agosto de 2025

Emma Stone: Una actriz con voz propia


"Lo que te diferencia suele sentirse como una carga, y no lo es. En la mayoría de los casos es lo que te hace increíble"

Son palabras de Emma Stone, esa preciosa pelirroja (en realidad rubia), de metro sesenta y ocho, temerosa de las arañas y las agujas, de amplia sonrisa y enormes y expresivos ojos que a fuerza de talento se ha convertido en una de las actrices más interesantes y valoradas del cine actual.

Como lo fue de la Garbo o de Lauren Bacall, su voz es una de sus marcas de identidad. La razón de ser de ese tono áspero hay que buscarlo en sus primeros meses de vida, en los que para desespero de sus padres, lloraba de forma interminable y a pleno pulmón. Estos berrinches se debían a molestias estomacales, pero su insistencia y la fuerza de su lamento terminó por provocarle nódulos en la garganta que son los que le dan esos matices cuando habla.  

Debió ser una chica intensa, combativa y como ella misma reconoce, dominada a veces por la ansiedad y puntuales ataques de pánico que condicionaban sus relaciones. Sus primeros pasos en el teatro, la ayudaron enormemente a lograr cierta estabilidad.

Gracias a este efecto balsámico de la actuación no es de extrañar que a los quince años pareciera tener todo su futuro decidido. Ni corta ni perezosa, convenció a sus padres de que quería ser actriz a golpe de power point. Metódica como pocas se preparó una presentación titulada "Proyecto Hollywood", con música de Madonna, para lograr su visto bueno. Supongo que sus padres, antes de que se volviera a poner a llorar como sólo ella podía hacerlo, la ayudaron en todo lo que pudieron y se trasladaron con ella a Los Ángeles para impulsar su carrera.

Antes de lograr medrar en el mundo del cine, al estilo de Mia Dolan, su maravilloso personaje en “La La Land”, Emma tuvo que trabajar en otras cosas, en este caso como dependienta en una tienda de repostería para perros, uno de esos singulares lugares que supongo solo se pueden encontrar en entornos del estilo de Hollywood.

Una vez que consigue ir llamando la atención surgió el problemilla de elegir nombre artístico. Ya han sido tantos los actores y actrices de Hollywood que tener nombre afín a tu propia identidad es tan difícil como nombre para el correo electrónico.  Nuestra protagonista se llama en realidad Emily Stone, pero no le era posible mantenerlo en su carrera cinematográfica porque ya existía una actriz con ese mismo nombre. A Stewart Granger (nacido James Stewart) o Michael Keaton (bautizado como Michael Douglas) les pasó lo mismo y debieron acostumbrarse a ver su nombre en la cara de otro actor. A Emily no le quedó otra que mutar en Emma, parece que en un guiño a una de sus admiradas Spice Girls, Emma Bunton, la conocida como “Baby Spice”.

Emma Stone empezó a hacerse conocida con películas como “Supersalidos”, donde, teñida de ese pelirrojo que ya parece ser suyo, se la reconoció como “nueva cara fascinante”. Siguió con la alabada “Rumores y mentiras”, que le procuró una nominación al Globo de Oro y un estupendo trampolín hacia roles tan interesantes como su papel protagonista en "Criadas y señoras" (2011 - Tate Taylor). Después vinieron "Gangster Squad" (2013 - R. Fleisher) y "Magia a la luz de la luna" (2014 - Woody Allen). La cosa empezaba a acelerarse y no tardó en hacerse con una nominación al Oscar por su interpretación en "Birdman" (2014 - Iñarritu), para posteriormente, entre muchos otros premios, ganar la estatuilla dorada por "La La Land" (2016 - Damian Chazelle). La revista New Yorker decía de ella a raíz de esta película: “Emma Stone tiene la cualidad de parecer absolutamente moderna al mismo tiempo que recuerda a las heroínas del screwball de los años treinta”.

Con su talento y personalidad ha logrado hacernos creíble y atractivo el personaje de Cruella de Vil, un reto nada fácil para el que sacó un insospechado rostro maligno y oscuro con el que no podemos evitar empatizar, es más, se podría decir que incluso ha llegado a convertir a su Cruella en una especie de Joker femenino del que estamos ansiosos por ver más.

Y por supuesto en 2024 ganó su segundo Oscar por “Pobres Criaturas”, entrando en el selecto grupo de actrices con más de una estatuilla como Mejor Actriz Protagonista. Emma Stone ya es considerada, con justicia, una de las mejores actrices de su generación y suele figurar en las listas de mujeres más admiradas y mejor vestidas del cine actual.

Gracias a su certero instinto a la hora de escoger sus trabajos ya sabemos que su presencia en una película es casi garantía de que lo que veremos merece la pena. Ryan Gosling, uno de sus compañeros de rodaje habituales, dijo de ella a raíz de “La La Land”:

“Emma Stone es un talento que se da una vez por generación”


Imagen: Tomada de Wikimedia Commons - CC BY SA 4.0 - Fuente Original

sábado, 23 de agosto de 2025

Los perros cosmonautas: Laika, Belka, Strelka… y el prófugo Bolik

 

“Todavía hoy no sé si yo fui el 'primer hombre' o el 'último perro' en volar al espacio” (Yuri Gagarin)


Mucho antes de que la perrita Laika viajara al espacio, hubo muchos otros perros que hicieron vuelos suborbitales y que en su mayoría volvieron con vida. Los pioneros fueron Dezik, Tsygan y Lisa en julio de 1951. Aquellos canes viajaban con trajes de presión y escafandras con cristal acrílico a bordo de misiles R-1, R-2 o R-5 que los llevaban hasta alturas comprendidas entre los 100 y los 300 km. Entre aquellos sufridos astronautas de cuatro patas, uno no puede dejar de tener cierta admiración por un perro que se llamaba Bolik y que se escapó días antes del despegue programado. Hubo otros que lo intentaron, pero fueron capturados y lanzados al espacio igualmente; no fue el caso de Bolik, del que nunca más se supo. Eso sí, los rusos siempre tienen soluciones y el puesto del prófugo fue tomado por un perro callejero al que se le dio el nombre en clave de ZIB (ЗИБ) siglas que en ruso corresponden a: "Sustituto del extraviado Bolik". Si alguna vez tengo un perro ya sé qué nombre ponerle.

Con el tiempo llegaría la famosa Laika, (foto superior) con su triste historia. Fue lanzada en el Sputnik 2 el 3 de noviembre de 1957 y, aunque otros perros anteriormente habían superado con seguridad el límite del espacio, Laika es considerada oficialmente como el primer ser vivo en orbitar nuestro planeta. Durante mucho tiempo se nos dijo que había muerto al agotarse el oxígeno, cuando la verdad es que solo aguantó entre cinco y siete horas debido al estrés y a un colapso térmico.

Pero no quedaría ahí la cosa, y antes de que el amigo Yuri Gagarin realizara su histórico vuelo orbital en el Vostok, convirtiéndose en todo un héroe nacional, dos nuevos perros (y algunos maniquíes como el apodado Iván Ivánovich) fueron lanzados al espacio el 19 de agosto de 1960, las menos conocidas Belka y Strelka, que pasaron todo un día a bordo del Sputnik 5, y que esta vez sí retornaron sanas y salvas a la Tierra, siendo los primeros animales que hicieron el trayecto de ida y vuelta, algo así como lo de Colón con América. Para ser sinceros, también iba un conejo y 42 ratones pero supongo que la lista de nombres sería tan insufrible como la de los reyes godos y no ha trascendido.

El caso es que Strelka terminó por tener seis crías con un perro también entrenado para viajar al espacio, Pushok. Uno de los cachorros tomó el nombre de Pushinka y fue regalado por Nikita Jrushchov a Caroline Kennedy, la hija del presidente norteamericano John Fitzgerald Kennedy, la cual no tuvo reparos en desafiar la beligerancia de la Guerra Fría y emparejarlo con su propio perro Charlie, junto con el cual llegó a tener cuatro cachorros: Butterfly, Streaker, Tips y Blackie y que eran conocidos como Pupniks (combinación de pup - cachorro y el nik del final de Sputnik). Sin duda, este fue uno de los pocos romances ruso-americano que se pudo permitir aquella convulsa época en la que quedaba poco para que los dueños de Strelka y Charlie pusieran en serio peligro el planeta con la estresante crisis de los misiles de Cuba

Hoy Belka y Strelka tienen desde sellos dedicados a su viaje a todo tipo de souvenirs con su imagen, amén de una serie de dibujos animados de la que son protagonistas. Sus cuerpos disecados se pueden ver en el Museo de la Cosmonáutica de Moscú, donde al único perro del espacio que no podrán encontrar, aparte de Laika, es al espabilado de Bolik.



Imagen: Tomada de Wikimedia Commons - Dominio Público CC0 - Fuente Original

viernes, 22 de agosto de 2025

Marat y el último parpadeo de Lavoisier

 

Jean-Paul Marat, ese señor que después de ser apuñalado por Charlotte de Corday se nos muestra, gracias a la maestría del gran Jacques-Louis David, tan bella y beatíficamente muerto en su bañera, era un personaje que también tenía sus sombras. No es de extrañar que un sujeto como él, que afirmaba: "Quinientas o seiscientas cabezas cortadas habrían asegurado tu descanso, libertad y felicidad", fuera conocido como "La ira del pueblo". Y desgraciadamente parece que a Marat no solo le movía la supuesta sed justicia, a veces también lo hacía el más puro rencor.

El gran científico Antoine-Laurent de Lavoisier, conocido como "el padre de la química moderna" por sus muchos avances científicos, fue acusado directamente por Marat a causa de su papel como recaudador de impuestos. Los cargos eran tan sumamente ridículos e inconsistentes que difícilmente lograban ocultar resentimiento que Marat, científico también, guardaba hacia Lavoisier por haberle desaprobado una de sus invenciones, que además, para mayor oprobio para aquel, fue tachada de ridícula.

Aunque Marat no logró ver el fruto de su animadversión a causa de su prematura muerte, no cabe duda de que su hostilidad e influencias contribuyeron de forma importante a que, tiempo después, Lavoisier fuera condenado a la guillotina y a ser enterrado en una fosa común. De poco sirvió que se alegaran sus méritos científicos y los proyectos en los que se encontraba aún inmerso. Uno de sus jueces del Tribunal Revolucionario sentenció:

“La República no necesita ni científicos ni químicos, el curso de la justicia no puede ser detenido”

 Así que, aproximadamente a las cinco de la tarde del jueves 8 de mayo de 1794, Lavoisier fue ejecutado y decapitado.

Para entender la infinita curiosidad de personas como Lavoisier por el avance del conocimiento es ciertamente ilustrativa la forma en la que el químico se enfrentó a su muerte. Supongo que en aquella época del terror, con la guillotina funcionando constantemente, no serían pocos los que se preguntarían hasta cuándo la cabeza ya separada del cuerpo mantenía vivo el pensamiento.

Lavoisier era, sobre todas las cosas, amigo de las respuestas. Así, se cuenta, aunque no hay pruebas concluyentes de ello, que Lavoisier acordó con un discípulo convertir su propia ejecución en un último experimento. Le propuso a su amigo que tan pronto le fuera cortada la cabeza, la cogiera y le mirara fijamente a los ojos. El científico le parpadearía tantas veces como le fuera posible, mientras tuviera un hilo de consciencia en su cerebro. La leyenda asegura que Lavoisier consiguió parpadear alrededor de 15 veces. Esa sería su última contribución a la ciencia y quién sabe si, en su último abrir y cerrar de ojos pudo recordar aquella máxima suya que decía: “Nada se crea, nada se destruye, todo se transforma”.

El matemático Lagrange, amigo de Lavoisier sentenció: 

“Un segundo bastó para separar su cabeza del cuerpo, pasarán siglos para que una cabeza como aquella vuelva a ser llevada sobre los hombros de un hombre de ciencias”.

Imágenes: Fuentes Img 1  - Img 2

jueves, 21 de agosto de 2025

Cicerón: Un orador entre garbanzos y alfileres

 

“La elocuencia no es otra cosa que sabiduría que habla con abundancia.”

Eso decía Marco Tulio Cicerón, un gran estadista y filósofo, pero también un maestro de la palabra. Sus discursos eran tan temidos como admirados. Se cuenta que, a pesar de su capacidad como orador, ensayaba hasta el mínimo detalle y ante un espejo modulaba la entonación de la voz, las pausas, el ritmo o los gestos con los que acompañaba su mensaje, hasta lograr una perfecta puesta en escena. El mismo decía: "Un orador sin práctica es como un soldado sin espada".

Cualquier persona de trascendencia pública desearía un nombre tan potente como el suyo: Cicerón. No es fácil de olvidar. Lo curioso es su significado, toda vez que "Cicer" en latín significa "garbanzo". Plutarco nos lo contaba en su "Vida de Cicerón":

"El primero de la familia que se llamó Cicerón parece que fue persona digna de memoria, y que por esta razón sus descendientes, no sólo no dejaron este sobrenombre, sino que más bien se mostraron ufanos con él, sin embargo, para muchos era objeto de sarcasmo; porque los latinos al garbanzo le llaman Cicer, y aquel tuvo en la punta de la nariz una verruga aplastada, a manera de garbanzo, que fue de donde tomó la denominación"

Cuando algunos de sus amigos le aconsejaron que abandonase aquel nombre y lo cambiara por otro más acorde a su persona respondió: "Al contrario, haré que este nombre sea glorioso, más aún que los de los Catones y los Catulos”. Y no cabe duda de que lo logró. Plutarco cuenta que siendo cuestor en Sicilia, hizo una ofrenda de plata a los dioses. En ella hizo grabar sus dos primeros nombres: Marco y Tulio, y en el lugar de Cicerón, su cognomen, hizo grabar la imagen de un garbanzo.

Cicerón era un apasionado de los libros y tenía una de las bibliotecas privadas más completas de su época. El mismo decía que un hogar sin libros es como un cuerpo sin alma. Se levantaba temprano, incluso antes del amanecer y leía sin parar, se dice que incluso mientras comía o se vestía, por cierto, siempre con ropas elegantes, túnicas perfectamente plisadas y zapatos ajustados, aunque con cuidado de no caer nunca en lo extravagante. Era todo un gentleman a la romana.

Entre sus discursos hay dos ciclos especialmente famosos: las catilinarias y las filípicas. Marcaron de alguna manera su ascenso y su ocaso, con 20 años de separación. Con las primeras, en el año 63 a.C. logró fama imperecedera y desmanteló la conjura de Catilina. Todavía, toda una generación de antiguos estudiantes de latín, recuerda aquel famoso: "Quosque tándem, Catilina, abutere patientia nostra..."

El segundo ciclo, las filípicas (año 43 a.C.), cuyo nombre evocaba las de Demóstenes contra Filipo de Macedonia, el padre de Alejandro Magno, le supusieron la muerte. Eran discursos tremendamente afilados y críticos con la imagen de Marco Antonio, en una época en la que se jugaba la suerte del Imperio. En esa serie de catorce discursos, no dudaba Cicerón en tildarlo de tirano, borracho o corrupto y su esposa Fulvia también recibía lo suyo. De forma paralela no dudaba en alabar a su rival, Octavio Augusto. Apostaba bien Cicerón, no en vano "el divino joven" como le llamaba, no tardaría en convertirse en uno de los emperadores más sobresalientes de la historia de Roma. Pero como decía Cicerón: “La fortuna no solo es ciega, sino también temeraria; y no se sabe no ya cómo sucederán las cosas, sino qué medida de vida asignará a cada cual.”

Así, antes de llegar al Imperio, tanto Marco Antonio como Octavio Augusto, se vieron obligados a pactar el segundo triunvirato junto a Lépido, el primero exigió la vida de sus más acérrimos enemigos, y entre ellos estaba Cicerón en un lugar de honor. La venganza había llegado en toda su crudeza a su vida. Seguramente no sabía que las bestias se cruzarían en su camino cuando dijo: “El hombre no ha nacido para la venganza; la mansedumbre es lo propio del hombre, la ferocidad, de las bestias.”

Cuando los soldados que tenían ordenado darle muerte lo alcanzaron, Cicerón estoicamente se sometió, ofreció su cuello y les dijo: "no hay nada apropiado en lo que hacéis, pero procurad al menos cortarme bien". Llevaron luego su cabeza y sus manos, esas con las que había escrito las filípicas a Marco Antonio. La escena la cuentan tanto Plutarco como Dion Casio. Marco Antonio recibió la cabeza de Cicerón dirigiéndole gran cantidad de improperios y ordenó que fuera expuesta, clavada sobre una pica, en la rostra, la tribuna de oradores desde la que Cicerón en tantas ocasiones lo había puesto en evidencia y a su lado la mano derecha con la que escribía. Dión Casio añade que Fulvia fue más allá y tomó la cabeza y tras insultarla y escupirla, la puso sobre sus rodillas y abriendo la boca del orador para sacar su hábil lengua, la atravesó con los alfileres que usaba en pelo. Según contaba Apiano, aquella macabra e impúdica exhibición se mantuvo en la rostra durante mucho tiempo, para horror de todos los ciudadanos. “O tempora, o mores!” —¡Oh tiempos, oh costumbres!— podría haber repetido el orador ahora ultrajado.

Pero más allá de este cruento final Cicerón, arriba en un busto obra de Bertel Thorvaldsen, dejó una huella imborrable en la historia de la humanidad. Él mismo estaba convencido de que su nombre y su recuerdo vivirían mientras viviera la memoria de Roma. Y el tiempo, dos mil años después, le sigue dando la razón.


Imagen: Tomada de Wikimedia Commons - CC BY A-4.0 - Fuente Original

miércoles, 20 de agosto de 2025

Los quinientos lápices de Truman Capote y otras manías


“No me importa lo que digan de mí siempre y cuando no sea verdad” (Truman Capote)

Truman Capote nunca ganó el Premio Nobel de Literatura. Tampoco le hizo falta para ingresar en el olimpo de los grandes escritores y como muchos de ellos tenía multitud de manías y rituales en la vida diaria y en la escritura. Contaremos algunas verdades sobre ello.

Se dice que Capote era incapaz de empezar o terminar un trabajo en viernes y que no usaba jamás habitaciones de hotel con el número 13. Según algunos amigos, entre los que se cuentan Norman Mailer o Gerald Clarke, otra fijación era el número de cigarrillos que podía haber en un cenicero. Si ya había tres y él terminaba el que estaba fumando era capaz de guardar la colilla en el bolsillo antes que sentir un cenicero frente a él colmado de restos. Capote no soportaba un número impar de flores en un jarrón y era obsesivo con el orden y con que las cosas estuvieran correctamente colocadas. No era extraño que en restaurantes o de visita en casas ajenas, se pusiera a mover mínimamente algunos objetos para sentirse más cómodo.

Y si llamativas eran sus fijaciones en el día a día, las que desplegaba en el acto de escribir no lo eran menos. Capote habló mucho sobre ello en numerosas entrevistas. Por ejemplo:

“Yo siempre me pongo muy, muy nervioso al comienzo de la jornada de trabajo. Me lleva mucho tiempo empezar. Una vez que empiezo, voy tranquilizándome un poco, pero haría cualquier cosa por aplazarlo para más tarde. Debo tener unos quinientos lápices afilados, pero vuelvo a sacarles punta hasta dejarlos en nada. En cualquier caso, me las arreglo para escribir unas cuatro horas al día.”

Sobre la obsesión con los lápices, cuyo número a buen seguro exageró bastante, debemos aclarar que eran esenciales en el comienzo de cualquiera de sus libros. Lo cuenta él mismo en una entrevista aparecida en “The Paris Review” en 1957:

"No, no uso máquina de escribir. No al principio. Escribo mi primera versión a mano (con lápiz). Luego hago una revisión completa, también a mano. Después mecanografío un tercer borrador en papel amarillo, un tipo de papel amarillo muy especial. No, no me levanto de la cama para hacerlo. Apoyo la máquina en equilibrio sobre mis rodillas. Funciona bien; puedo escribir cien palabras por minuto. Cuando termino el borrador amarillo, guardo el manuscrito un tiempo, una semana, un mes, a veces más. Cuando lo saco de nuevo, lo leo con la mayor objetividad posible, luego se lo leo en voz alta a unos pocos amigos y decido qué cambios quiero hacer y si quiero publicarlo o no. He desechado bastantes cuentos, una novela entera y la mitad de otra. Pero si todo va bien, escribo la versión final en papel blanco y listo."

Otra singularidad era la forma en la que se enfrentaba a su trabajo. Muchos escritores buscan esa primera frase con la que empezar un libro. Debe ser perfecta. Toda una declaración de intenciones. Curiosamente, Capote afirmaba que empezaba los libros por el final: “También escribo el último párrafo o página de una historia primero. De esa manera siempre sé hacia qué estoy trabajando.”

Sus noches eran movidas. Sobre sus visitas a la discoteca “Studio 54” podrían contarse infinidad de anécdotas, pero sus mañanas guardaban un patrón tan ritual como su modo de escribir.  Se levantaba alrededor de las diez, tomaba café, leía el periódico y se mantenía fiel al café hasta el mediodía. Por la tarde como veremos, ya era otro cantar. Si a Hemingway le gustaba escribir de pie, Capote era propenso a todo lo contrario. La comodidad era lo primero. En la entrevista ya citada en “The Paris Review” decía:

“Soy un autor completamente horizontal. No puedo pensar a menos que esté tumbado, ya sea en la cama o estirado en un sofá, con un cigarrillo y un café a mano. Tengo que estar fumando y bebiendo. A medida que avanza la tarde, paso del café al té de menta, del jerez a los martinis“

A decir verdad, parece que evitaba el alcohol en la fase creativa, pero en la fase de mecanografiado el escritor mantenía que unas copas no le afectaban en absoluto a su trabajo. En cualquier caso era un escritor parsimonioso.

Citas de Capote como: “Para mí, el mayor placer de escribir no es lo que se trata, sino la música interior que crean las palabras” o “Básicamente pienso en mí mismo como un estilista” dan una idea del rumbo al que dirigía su talento. Había encontrado su propia voz: “La escritura tiene leyes de perspectiva, de luz y sombra, como la pintura o la música. Si naciste conociéndolas, perfecto. Si no, apréndelas. Luego reordena las reglas para adaptarlas a ti.”

Pero que esa voz expresara con exactitud su pensamiento, el ideal que tenía en su cabeza, podía llegar a ser un suplicio, máxime cuando sus libros eran su esencia: “Creo que la única persona a la que un escritor le debe algo es a sí mismo. Si lo que escribo no cumple algo en mí, si honestamente no siento que sea lo mejor que puedo hacer, entonces me siento miserable.”

Puede que por ello les dedicase tanto tiempo. Revisaba y reescribía hasta el agotamiento. "Escribir dejó de ser divertido cuando descubrí la diferencia entre escribir bien y mal, y, aún más aterrador, la diferencia entre escribir bien y el verdadero arte." En sus conversaciones con Lawrence Grobel reconocía que podía llegar a tardar meses en pulir unas pocas páginas. "Reescribo una y otra vez. Si pudiera, mantendría mis libros en estado de revisión perpetua" —confesaba Capote. En cualquier caso, el escritor también aclaró que, tras la última versión, ya mecanografiada en papel blanco, nunca cambiaba una palabra.

En una entrevista de 1979 incluida en Vogue, Capote reflexiona sobre su vocación y carrera: “No tiene nada que ver con el ego. Desde luego, no en mi caso, porque honestamente no tengo mucho. Tengo un sentimiento tremendo sobre la importancia de mi escritura. Quiero decir, se lo debo a Dios, si quieres decirlo así, alcanzar lo que sé que puedo. No puedo parar aquí, ¿sabes? Porque hay otro nivel, el estado máximo de gracia —y tengo que llegar allí.” Solo un escritor exigente sabe el trabajo que hay detrás de un gran libro: “Es una vida realmente insoportable enfrentarse a ese trozo de papel en blanco todos los días y tener que alcanzar las nubes para sacar algo de ellas”

Y Truman Capote, con sus fijaciones y su afán de perfección, gastando lápices uno tras otro, saltando de las páginas amarillas a las blancas, entre martinis y café, logró obras maestras como: "A Sangre fría", “Desayuno con diamantes”, "Música para camaleones", "Otras voces, otros ámbitos" o "Plegarias atendidas". En ellos recogía el mundo que desfilaba ante él, fuera visible o no. Como él mismo sentenciaba: “Eso es todo lo que un escritor tiene que escribir: lo que ve y oye, y lo que no”. Al fin y al cabo, hay una historia detrás de todo.


Imagen: Tomada de Wikimedia Commons - Dominio Público CC0 - Fuente Original

martes, 19 de agosto de 2025

¿Se inspira el frasco de Chanel nº 5 en las petacas de vodka de los oficiales rusos?


 

Ya hablamos en una entrada anterior sobre las motivaciones de Coco Chanel para elegir el nombre de su perfume “Chanel nº 5”. El diseño del frasco y su caja fueron igualmente rompedores y modernos para su época.

Chanel no quería un frasco predecible, al estilo de los que había en el mercado. Tenía fijación con que tuviera ecos de los frascos de laboratorio, mostrando una imagen sobria, minimalista y a la vez cargada de fuerza y personalidad. Eran años de la revolución cubista, de los cuadros angulosos de Braque y Picasso, de los cuadrados de color de Mondrian, una revolución estética ante la cual no resultaría extraño que Chanel, siempre atenta a la modernidad y a la funcionalidad, se hubiera inclinado por el diseño de un frasco sin atisbos de preciosismo.

Esa podría ser la verdadera explicación, pero hay otra más romántica que cuenta que, al inicio de los locos años veinte —el perfume se creó en 1921— eran legión las personas de la aristocracia rusa, que huyendo de la revolución, se encontraban en París otorgándole a la ciudad un ambiente muy singular y cosmopolita. El conde Félix Yusupov, aquel que con tantas dificultades mató a Rasputín, también formaba parte de aquel círculo en el que Chanel se movía entre bailarines, artistas y personalidades exiliadas, sobresaliendo el gran duque Dmitri Pavlovich, primo del zar, que en cierta manera influyó en su forma de ver la moda, especialmente en lo referente a bordados y telas. Y por supuesto no podemos olvidar al propio Ernest Beaux, con quien se asoció la modista para crear el perfume, y que había sido antes perfumista de los zares.

Puede que, por todo ese entorno e influencias indirectas, algunos estudiosos y críticos de moda, entre ellos el historiador Jean Leymarie, han señalado que el frasco recuerda mucho a las plateadas petacas planas de vodka de los oficiales rusos, objetos que fueron muy populares en aquel París, que en ciertos ambientes hablaba con un marcado acento de la estepa.

Esta historia no deja de ser una teoría no probada, pero está tan bien traída que es difícil resistirse a contarla. Y puestos a imaginar, quién sabe si en Rusia, sus “Marilynes” de aquel entonces, antes de la llegada del nº 5, ya usaban coquetamente dos gotas de vodka de las petacas de los soldados como único pijama. Hasta puede que las flappers, como la de la foto de cabecera, las copiaran pícaramente. En plena ley seca, ellos estarían encantados.

Ya saben que en este mundo de las anécdotas es obligado a veces recurrir al consabido: “Si non è vero. è ben trovato”.

Imagen: Tomada de New York Times

lunes, 18 de agosto de 2025

Erik Satie: "El caballero de terciopelo"

 

“Vine al mundo muy joven, en un tiempo muy viejo.” (Erik Satie)

No iba descaminado Satie. Posiblemente el mundo todavía no estaba preparado para la música minimalista que componía, basten como ejemplo sus famosas "Gymnopédies" o las "Gnosiennes". Satie era un personaje inclasificable, tanto, que el poeta Max Jacob lo definió de la siguiente manera: "Es un mamífero cuya especie incluye un solo ejemplar: él".

Sus excentricidades eran muchas. Se cuenta que en cierta ocasión recibió el dinero de una herencia con el que se compró siete trajes, idénticos de terciopelo gris y otros tantos sombreros. Durante años los vistió regularmente, convirtiéndose en una especie de uniforme. Satie, que era muy dado a dar grandes caminatas, pronto fue identificado por los niños que lo veían pasar como "El hombre de terciopelo" —le gentilhomme de velours—. El poeta León Paul-Fargue decía: “Era un dandi encogido dentro de su chaqueta de terciopelo, con un rostro afilado y unos ojos que miraban como desde muy lejos, como si observara algo invisible para los demás”. Satie por su parte encajaba los comentarios con una gran dosis de ironía: “Siempre me he vestido con gran esmero”.

Sus largas caminatas, casi diez kilómetros diarios desde Arcueil, en las afueras de París, hasta el céntrico Montmartre, y a veces también la vuelta, parece que tuvieron su influencia en sus composiciones. El estudioso Roger Shattuck propuso que no sería extraño que el personalísimo sentido del ritmo musical y su apreciación de "la posibilidad de variaciones sin repeticiones" tuviera parte de su inspiración en aquellas interminables caminatas a través de un mismo paisaje. De hecho no era extraño verlo anotar afanosamente ideas debajo de un farol durante aquellos largos paseos.

Como sus composiciones no le daban para mantenerse, se ganaba la vida como pianista en cabarets, en los que tocaba con sombrero de copa y extravagantes corbatas. En ellos conoció a multitud de personas interesantes, entre ellos a Debussy, con el que trabó una larga amistad, y a la que sería el amor de su vida, Suzanne Valadon. La relación duró poco, pero parece que Satie nunca la olvidó.

Le gustaba llevar siempre paraguas, lloviera o no, y los cuidaba con tanto esmero que si llovía no los abría y los protegía con sus ropas mientras se mojaba. Cuando se abrió su casa, en Arcueil, una vivienda de solo dos habitaciones que el compositor llamaba "El armario" y a la que no había accedido nadie aparte del compositor en décadas, se encontró, entre muchos dibujos y escritos, una importante colección con decenas de paraguas. En los bolsillos de algunos de aquellos trajes de terciopelo aparecieron piezas pianísticas de Satie aún sin publicar.

Los nombres de sus composiciones son cuando menos singulares: "Impresiones desagradables", Croquis e irritaciones de un monigote de madera" o "Embriones disecados". Cuando un crítico dijo que sus obras carecían de forma, compuso, a modo de respuesta, una serie de ellas a las que tituló: "Tres piezas con forma de pera". Y más allá de los títulos están las indicaciones que el compositor incluía en los márgenes de las partituras, notas de humor que difícilmente ayudarán en la interpretación final de la pieza. Una por ejemplo decía: "A cualquiera. Prohibido leer en voz alta el texto durante el transcurso de la ejecución musical. Todo incumplimiento de esta observación levantará mi justa indignación contra el petulante. No se conceden privilegios". En otros se podía leer: "Ligero como un huevo" o "Como un ruiseñor con dolor de cabeza". 

No es fácil de catalogar un sujeto como Satie. En otra de sus excentricidades publicó unos textos bajo el título "Memorias de un amnésico" en el que, al menos cincuenta de sus páginas estaban prácticamente en blanco. Una genialidad conceptual sobre alguien que había olvidado casi todo.

No dejaba de ser un adelantado del surrealismo y de las vanguardias. Actualmente, algunas de sus piezas son incluidas en selecciones de música new age o ambiental. Es interesante la reflexión hecha por el músico a Fernand Léger sobre ese tipo de música que aún no había sido creada:

"Sabes, deberíamos crear música de fondo, es decir, música que se integre con los ruidos del entorno donde se reproduce, que los tenga en cuenta. Debería ser melodiosa, para tapar el sonido metálico de cuchillos y tenedores sin anularlo por completo, sin imponerse demasiado. Llenaría los silencios, a veces incómodos, de los comensales. Evitaría el intercambio habitual de banalidades. Además, neutralizaría los ruidos de la calle que penetran indiscretamente desde el exterior".

No es extraño que el compositor Darius Milhaud dijera al respecto de Satie: "profetizó el mayor movimiento en la música clásica que aparecerá en los próximos cincuenta años dentro de su propia obra musical".

El compositor era un visionario, un ser excéntrico, un avanzado de la vanguardia de humor afilado en un tiempo que no le hacía justicia, un ser, tristemente, único en su especie. Como diría Cocteau: 

“Satie es la sencillez misma, envuelta en un misterio”.

Imagen: De Wikimedia Commons - Dominio Público CC0 - Fuente Original

domingo, 17 de agosto de 2025

Aulo Vitelio y el Tte. Coronel Kilgore: Dos mil años de Hedor y ¿Victoria?

 

El paisaje después de una cruenta batalla es siempre dantesco, una muestra definitiva de la sinrazón de la guerra. La cruel imagen de casi veinticinco mil heridos sin atención y los cinco mil muertos desparramados tras la batalla de Solferino (1859) fue el detonante que llevó  a  Henry Dunant a fundar la Cruz Roja. No todos, sin embargo, han tenido una mirada tan humanista frente al horror.

Se cuenta que Aulo Vitelio, tras imponerse a Otón en la decisiva batalla de Bedriacum y  ser proclamado emperador, en el convulso año 69, el de los cuatro emperadores, visitó el campo de batalla días después. Tácito en el libro II de sus “Historias”, describe con crudeza lo que pudo ver Vitelio:

"Entonces Vitelio se dirigió hacia Cremona, y tras presenciar el espectáculo preparado por Cecina, deseó recorrer con la mirada los campos de Bedriaco y los vestigios de la reciente victoria, un espectáculo repugnante y atroz. No habían pasado cuarenta días desde la batalla: cuerpos desgarrados, miembros mutilados, las formas putrefactas de hombres y caballos, la tierra infectada por la podredumbre, árboles y cultivos derribados, una devastación terrible."

Uno de los oficiales de su séquito, ante el hedor insoportable, le dijo al nuevo emperador: "Vayámonos de aquí señor, el aire apesta". Según cuenta Suetonio, la respuesta de Vitelio fue tajante: 

"El enemigo muerto siempre huele bien".

Prácticamente dos mil años después, los resultados de la guerra siguen produciendo el mismo perverso efecto en los endiosados vencedores. La anécdota de Vitelio me recordó de inmediato la célebre escena en la que Robert Duvall, dando vida al Coronel Kilgore en "Apocalypse Now", intentaba, llevado por sus desvaríos, hacer surf en medio del fuego cruzado y de un bombardeo con napalm. Su frase, cargada de desprecio hacia el vencido, es ya mítica en la historia del cine y guarda un inquietante paralelismo con Vitelio:

“¿Hueles eso? ¿Lo hueles verdad? Es napalm. Nada en el mundo huele como eso. Me gusta el olor del napalm por la mañana. Una vez, durante doce horas bombardeamos una colina y al acabar subimos. No encontramos ni un cadáver de esos amarillos de mierda. ¡Qué pestazo el de aquella gasolina quemada! Aquella colina olía a... a victoria”

Hoy, igual que ayer, la insensibilidad del ser humano no tiene fin y el olor, según parece, cambia dependiendo de quien lo perciba. Cada día los informativos nos muestran imágenes de una crueldad intolerable, las mismas que para los responsables suenan a triunfales marchas militares. Aquella “victoria” de Kilgore, o de cualquier otro en su lugar, no deja de ser la derrota de todos.

Imagen: Tomada de Facebook

sábado, 16 de agosto de 2025

El Cristo de la Piedad de Miguel Ángel y el diente del Pecado Original


"Ni la pintura ni la escultura podrán ya calmar mi alma vuelta hacia aquel amor divino que en la cruz, para acogerme, abrió los brazos."

Son palabras de Miguel Ángel pertenecientes a un soneto de 1545 dedicado a su amiga Vittoria Colonna. En ellos sale a relucir su espíritu de redención a través de Cristo crucificado, aquel que tras el descendimiento reposará ya sin vida sobre el regazo de su madre, la Virgen María. A ese momento le dedicó el escultor, con tan solo 24 años, su obra "La Piedad" (1498-1499), encargada por el cardenal Jean de Bilhères para la Basílica de San Pedro del Vaticano. Una obra maestra de la que diría Vasari:

  "Es un milagro que una piedra, desde el principio sin forma, haya llegado a tal perfección que la naturaleza misma difícilmente pueda igualar."

¿Pero, es realmente perfecta la Piedad?

Miguel Ángel tenía unos conocimientos de anatomía sorprendentes para su época, fruto de una aguda observación, pero también de estudios y disecciones, algo que se refleja en numerosos detalles de sus esculturas. Cualquier cosa que veamos en una de sus obras parece tener por ello una razón de ser.

Aunque es extremadamente difícil que pueda ser observado por quien se enfrenta a la Piedad, el Cristo presenta en su entreabierta boca un diente extra, un quinto incisivo superior (imagen de abajo). Es lo que médicamente se conoce como mesiodens, o para explicarlo mejor: "un diente suplementario entre los dos incisivos maxilares centrales" esos a los que coloquialmente llamamos “paletas”. No es una cuestión baladí, máxime cuando en aquella época una cosa así tenía un claro significado simbólico.

En la época que le tocó vivir a Miguel Ángel, las deformidades o anomalías corporales eran interpretadas por algunos eruditos, entre los que cabría citar a Savonarola, como un signo del mal, una clara metáfora del pecado.

No fue la única vez que Miguel Ángel, siempre atento al detalle y al simbolismo, utilizó este sutil recurso iconográfico. Aparece de hecho en varias figuras del Juicio Final de la Capilla Sixtina, circunstancia que fue apreciada durante su restauración. El Profesor Marco Bussagli escribió un esclarecedor libro al respecto: “I denti e la rappresentazione del male nell’opera di Michelangelo”, en el que estudió a fondo la cuestión.

¿Pero qué quería decirnos el escultor al incluirlo en el rostro de Cristo?

No es que Cristo fuera portador de la maldad o del diablo, ni que Miguel Ángel se permitiera una chanza mal traída. El escultor, de pensamiento elevado, sabía muy bien lo que hacía. Según la interpretación de Bussagli, aquel tercer diente funciona como un símbolo perfecto: allí está Jesús, yacente, después de haber entregado su vida para cargar sobre sí mismo todos los pecados de la humanidad, y con su sangre libera a los hombres de la culpa original. Ese diente extra simbolizaría, de este modo, el pecado original, del que Jesús, como Cordero de Dios, libra a la humanidad.

Y de eso era capaz Miguel Ángel, condensar toda una historia en un simple diente, que probablemente nadie alcanza a ver, pero que él sabía que estaba ahí, convirtiéndolo en un detalle que hace la obra más perfecta si cabe. Interpretaciones puede haber muchas, pero la de Bussagli es tan atractiva y en apariencia, tan coherente con el contexto cultural del Renacimiento, que sin duda debe de ser tenida en cuenta.

Ya saben lo que decía Miguel Ángel: “La perfección no es cosa pequeña, pero está hecha de muchas cosas pequeñas”. Para muestra, en este caso no hizo falta un botón; bastó un diente.



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viernes, 15 de agosto de 2025

Toshirō Mifune: ¿Un actor sin talento?

 

"Un actor no es una marioneta a la que el director mueve como quiere. Es un ser humano con semillas de todas las emociones, deseos y necesidades dentro de sí. Intento encontrar el centro mismo de esa humanidad y explorar y experimentar." (Toshirō Mifune)

Entre los actores japoneses destaca con luz propia el singular Toshirō Mifune, un actor de rasgos duros y de una fuerza, carácter y capacidades actorales realmente sobresalientes. Y, sin embargo, nunca estudió interpretación, o mejor dicho, no se lo permitieron. Cuando tuvo la intención de emprender su formación como actor suspendió los exámenes de acceso a la Escuela Dramática y como consecuencia le comunicaron que no tenía talento para prosperar en la profesión. De sus inicios en el cine decía: "Como ingresé a la industria muy inexperto, no tengo ninguna teoría sobre la actuación. Simplemente tuve que interpretar mis papeles a mi manera."

Por suerte un director se fijó en él y lo recomendó para sus primeros papeles y pronto entabló una duradera colaboración con el director Akira Kurosawa. Cuando se hizo famoso le preguntaron sobre sus estudios y este respondió que sus estudios de interpretación no eran otros que "Akira Kurosawa". La compenetración fue absoluta y juntos rodaron 16 películas en 17 años. Hisao, el hijo del director decía: "Su relación no era la de un director con un actor, sino la de dos almas gemelas. Eran como un coche y su motor".

Entre aquellas películas destacan obras tan apreciadas como "Rashomon", "Los siete samuráis" (el cartel abre esta entrada), "La fortaleza escondida", "El idiota", "Yojimbo" o "Barbarroja", algunas de las cuales le reportaron importantes premios en festivales cinematográficos por toda Europa.

Kurosawa recordaba en su autobiografía, su primer trabajo junto al actor:

"Mifune poseía una clase de talento que no había encontrado anteriormente en el mundo del cine japonés. Consistía, sobre todo, de la velocidad con la que se expresaba a sí mismo; era sorprendente. El actor japonés promedio hubiera necesitado diez pies de película para lograr mostrar una impresión, un sentimiento; Mifune solo necesitaba tres. La rapidez de sus movimientos era tal que en una sola acción expresaba lo que le tomaba a los actores ordinarios tres movimientos para expresar. Él proyectaba todo hacia delante de una forma directa y con gran determinación, poseía el más agudo sentido del timing que haya visto jamás en un actor japonés. Y, además de su rapidez, poseía una sorprendentemente fina sensibilidad".

En el rodaje de “Trono de Sangre” hay una escena en la que su personaje se ve rodeado de flechas acorralándolo con las mismas. Kurosawa no quiso recurrir a trucos ni dobles. Mifune aceptó el reto y aguantó inalterable la lluvia de flechas reales que un grupo de arqueros profesionales contratados para la ocasión lanzaban extremadamente cerca de su cuerpo.

La relación entre el director y el actor fue deteriorándose poco a poco, sobre todo a raíz de un incidente durante la filmación de la película "Yojimbo". Se cuenta que Kurosawa se quejó al actor de que algunos actores estaban llegando tarde al set de rodaje a lo que Mifune contestó: "¿qué estás diciendo? ¿qué actores? Yo soy el actor". Desde ese momento, Mifune se presentó todos los días a las 6 de la mañana en el set, totalmente preparado y maquillado. Esta postura que mantuvo tercamente hasta el final del rodaje llevó a otros desencuentros que tuvieron como colofón la ruptura total entre ambos durante el rodaje de la esplendorosa "Barbarroja" (1965).

Tras décadas de alejamiento, en las que Mifune exploró otras experiencias actorales, él y Kurosawa no se reconciliaron hasta 1993. Ocurrió durante el funeral del actor Ishirō Honda. Según algunos testimonios, tras cruzarse sus miradas ambos se abrazaron y derramaron alguna que otra lágrima, aunque no hubo tiempo de retomar la relación profesional.  

Pero como apuntábamos antes, Mifune no solo tuvo éxito al lado de Kurosawa sino también con otros grandes directores como Masaki Kobayashi o el gran Hiroshi Inagaki con quien rodó la valorada trilogía "Samurái", en la que dio vida a Musashi Miyamoto. La obra fue merecedora del primer Oscar a la mejor película extranjera en 1955. Entre sus últimas obras cabe recordar su papel como Toranaga-San en la exitosa serie estadounidense "Shogun" (1980) en la que daba réplica a Richard Chamberlain.

En 1997, a la edad de 77 años, falleció aquel actor sin formación académica, supuestamente sin talento, pero con las semillas necesarias en su interior para germinar con fuerza y convertirse en uno de los intérpretes más memorables del cine japonés.


Imágenes: De Wikimedia Commons - Dominio Público - CC0 - Fuente Original

martes, 12 de agosto de 2025

Mario Monicelli: El rey de "La commedia all'italiana"

 

"La commedia all'italiana terminó cuando los directores dejaron de tomar el autobús" (Mario Monicelli)

No sé durante cuánto tiempo utilizaría Don Mario el transporte urbano, pero no debió ser poco. Y es que, nombrar a Mario Monicelli es lo mismo que decir "Commedia all'italiana", por supuesto con mayúsculas. Suyas son algunas de las más geniales creaciones dentro de este género del gran cine italiano de los años 50 y 60, en el que fue punta de lanza junto a Dino Risi, Luigi Comencini, Steno, Pietro Germi o Ettore Scola. Era aquel un cine para el que resultaba esencial estar con la gente, en la calle, en el mercado, en las plazas o en los bares. Era crucial empaparse de todo para después poder reírse con propiedad de aquella caótica realidad italiana. Como decía el director:

"No éramos conscientes de la importancia de lo que estábamos haciendo. Era una vida dura. Los horarios no son como los de ahora. Te levantabas al alba y trabajabas de siete a siete. Llevábamos pan con salami y eso comíamos. Durante 15 años fuimos el centro de la creatividad, duró un par de generaciones"

Monicelli, rebosante de ideas, empezó en el mundo del cine como guionista, llegando a estar nominado al Premio Óscar en dos ocasiones en esa categoría, pero lo que de verdad lo elevó al altar cinematográfico fueron sus películas. El intentaba restarle importancia a los logros alcanzados por aquel cine:

"No teníamos pretensiones, aunque es cierto que sin quererlo, hacíamos política. Pero luego llegaron los críticos y organizaron teorías, buscaron significados, intelectualizaron la comedia, lo que en sí mismo es una contradicción".

Monicelli encontraba en la comedia la esencia de la realidad, de la propia vida diaria y era un gran admirador de Buster Keaton y de Charles Chaplin, cómicos a los que consideraba: "la voz de los perdedores que se eleva contra las normas sociales".   Con estas premisas, Monicelli necesitaba para sus películas su propio personaje cómico, y así surge Totó, un inmenso actor de teatro y cine, muy querido en Italia y con el que Monicelli hizo ocho películas. Totó, tan poquita cosa físicamente y con ese nombre tan escueto ya llamaba a la risa, sobre todo cuando su nombre real era kilométrico: Antonio Focas Flavio Ángelo Ducas Comneno di Bisanzio De Curtis Gagliardi. De este cómico decía Monicelli: "Era muy particular. Un gran mimo, movía todo el cuerpo además de la cara. Los grandes actores recitan con el cuerpo, trabajan la entonación y el cuerpo..."

Monicelli empieza a dar muestras de su talento con obras como "Vida de perros" (Vita da cani – 1950) o "Guardias y ladrones" (Guardie e ladri – 1951), con ese policía gordinflón, el sargento Bottoni (Aldo Fabrizi), que persigue incansablemente al pobre y delgado Totó en una película que sería justamente premiada en Cannes. Eran como el gordo y el flaco pero a la italiana.

Pero el verdadero boom para Monicelli llega en 1958 con "Rufufú" (I soliti ignoti), una verdadera delicia de película donde, con un humor e imaginación increíbles, parodia casi paso por paso la película de Jules Dassin titulada "Rififi" (1955) una de las cumbres del cine negro. En esta se planea y lleva a cabo un robo calculado hasta en sus más ínfimos detalles, pero que en Rufufú, se desarrolla con las connotaciones propias de los italianos: falta de medios, muchas pretensiones, improvisación y ese estilo chapuza puro y duro que a veces gastamos los latinos. La referencia española podría ser "Atraco a las tres" de José María Forqué, esa maravilla en la que pudimos disfrutar con José Luis López Vázquez dejándonos para la historia su presentación: "Fernando Galindo, un admirador, un amigo, un esclavo, un siervo" o la sin par Gracita Morales haciendo de "femme fatale"... 

El resultado de “Rufufú” es una película esplendorosa y tan buena como aquella sobre la que sirve de parodia. Si uno ha visto previamente Rififi, aún disfruta más de Rufufú. Es comparar a las claras cómo es la idiosincrasia de los franceses, ingleses o alemanes con la de los italianos y españoles, porque, para qué negarlo, tenemos mucho en común, por eso nos reconocemos tan fácilmente en sus comedias.

Monicelli siempre se rodeó de buenos actores y en esta película por ejemplo se ayudó de talentos como: Vittorio Gassman, al que con esta película invitó a mostrar su insospechada vis cómica, el omnipresente Marcello MastroianniTotò o la espectacular Claudia Cardinale

Sobre la película recordaba Monicelli: "Nuestra mirada era así. Sarcasmo, ironía. El humor es la forma más penetrante de mirar. Un bisturí que va al fondo de las cosas. La comedia a la italiana surgió al contar argumentos muy dramáticos con humor". 

Después vendría la que para muchos es su obra maestra "La gran guerra" (La grande guerra, 1959) donde muestra bien a las claras lo absurdo de la guerra, lo cobardicas que algunas veces pueden llegar a ser los italianos cuando no entienden el porqué de una guerra, pero también su capacidad para un último gesto honorable. Monicelli decía del film: "Pusimos un espejo delante de los italianos para reflejar su lado más innoble". Y es que los inmensos Alberto Sordi y Vittorio Gassman buscaban cualquier excusa para justificar su miedo:

-Esta no es mi guerra- dice Busacca (Gassman)- Mi guerra es contra los aprovechadores, los embaucadores, las malas bestias. Y a esos se les puede encontrar tanto en Alemania como en Austria, en todos sitios. 

-Es cierto, la patria necesita obreros, y no muertos. Y yo tengo grandes intenciones de hacer grandes cosas por la patria - afirma Jacovacci (Sordi). 

-¿Qué oficio tienes? - pregunta Busacca.

-Soy peluquero.

A continuación, llegaría la que para mí es una de sus mejores películas "I compagni" (Los camaradas - 1963) que para nada es una comedia. Retrata los inicios de los movimientos obreros de huelga y en ella se puede disfrutar de una de las actuaciones más espectaculares de Marcello Mastroianni. Peliculón del quince este (quien no la haya visto está perdiendo el tiempo). La seguirían "La armada Brancalone" (1966) o "La chica con la pistola" (1968), donde Monica Vitti se despoja de toda aquella carga dramática de Antonioni y empieza a mostrarse como una gran actriz de comedia. Se podrían citar un buen puñado más de grandes películas, pero mejor parar. 

La visión que Monicelli tenía del cine, de su cine, puede resumirse en sus propias palabras: 

"La comedia fue para nosotros la mirada natural. Sarcasmo, ironía. El humor es la forma más penetrante de mirar. Pero para bromear sobre algo hay que conocerlo muy bien. Y hay que meditar mucho para llegar al humor. La condición humana es de los que sufren, los que pierden, los que son explotados y tratan de liberarse de su amo. No hace falta adoptar un tono serio o grave para hablar de ello: a mí me gusta la gente que batalla con alegría, con ironía, en compañía"

Monicelli dio por terminada su vida a los 95 años. En 2010 se tiró de la quinta planta de un hospital en el que había sido ingresado por un cáncer de próstata en fase terminal para el que en realidad no había salida posible. No es precisamente un buen final para una comedia. Y es que la vida más que una comedia, las más de las veces es todo un drama.

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