martes, 9 de diciembre de 2025

Catón el Joven y el precio de la virtud


 

Marco Porcio Catón, apodado el Joven o el de Útica para diferenciarlo de su bisabuelo —Catón el Viejo—, fue una persona realmente singular. Su austeridad era de todos conocida y su vida un ejemplo de estoicismo.

En una época en la que en Roma los lujos eran lo habitual para los de su posición, él prefería la ropa sencilla, se mezclaba sin miedo entre las gentes y caminaba a pie sin hacer uso de las literas como los demás senadores. En esa línea apuntaba Plutarco cuando le dedicaba estas palabras: «Se distinguía por su frugalidad y por la dureza consigo mismo; no buscaba placer alguno en el vestido, la comida o el descanso».

Pareciera que en su persona hubieran encontrado refugio todas las virtudes republicanas. Insobornable como era, no dudó en enfrentarse al poder desmedido sin importarle los riesgos, ya fuera con Sila, Pompeyo o Julio César.

Frente a César, su oposición no solo se mostraba con su voto, y para hacerla más patente ante todos se atrevió a presentarse en el Senado vestido con túnica de lana negra —toga pulla— en señal de duelo y desaprobación por una de las medidas que requería del Senado, un gesto que a partir de él sería puntualmente imitado.

Según Plutarco, Catón era capaz de controlar sus emociones hasta límites insospechados: «Nunca fue visto cambiar de color, ni siquiera en las circunstancias más tensas; mantenía siempre la misma expresión serena».

Su inflexible forma de pensar, su oposición a cualquier concentración de poder, incluso dentro de su propia corriente de pensamiento, terminó por aislarlo. La verdad suele ser incómoda. Cicerón dijo de él en un discurso: «Catón habla como si viviera en la República de Platón, no en los excrementos de Rómulo».

Puede que fuera un referente moral, pero esa posición no le ayudaba. Cuenta una leyenda —sin eco en los autores clásicos— que en cierta ocasión, mientras paseaba por una Roma adornada con incontables estatuas de los prohombres de su historia, su acompañante le preguntó:

—¿Qué ocurre contigo? ¿Cuál es la razón de que todos los romanos ilustres tengan una estatua y tú no?

—Cuando tantas se erigen, prefiero que no esté la mía —dijo humildemente Catón

—¿Por qué?

—Por la misma razón que tú me preguntabas. Prefiero que mis contemporáneos me pregunten por qué razón no me levantan una estatua, a que la posteridad se pregunte por qué me la levantaron.

Pero el tiempo no olvidó su figura y, siglos después, una escultura suya, obra de Jean-Baptiste Roman y finalizada por Rude a mediados del S. XIX, está ahora presente en el Louvre junto a la de todos aquellos que merecen ser recordados. La estatua, en mármol de Carrara, recoge los momentos previos a quitarse la vida, empujado por una Roma que consideraba un inconveniente su virtud. Antes diría: «No soy esclavo, y no me someteré a otro hombre».

Séneca no dudó en señalarlo como el paradigma del hombre libre.


Imagen: De Wikimedia Commons - Dominio Público CC0

lunes, 8 de diciembre de 2025

Los catorce de Clooney

 


Con las tres películas de atracos en Las Vegas, —Ocean's Eleven, Ocean's Twelve y Ocean's ThirteenGeorge Clooney, con su panda de amigotes, nos regaló muy buenos momentos de diversión. Lo curioso es que hay una historia real que bien podría llamarse «Los catorce de Clooney», en la que sus protagonistas pudieron sentirse verdaderamente afortunados sin tener que robar en el «Belagio» o el «Caesars Palace».

En 2013, el actor tuvo una breve aparición en la exitosa película «Gravity» (Alfonso Cuarón), título en el que también participó como productor. La película no solo ganó siete premios Óscar, también logró una recaudación de 723 millones de dólares cuando su producción solo había costado unos 100. Los beneficios resultaron espectaculares y ello supuso para el actor unos ingresos totales de unos 14 millones de dólares, según el mismo reconoció.

Clooney debió sentirse inmensamente afortunado y por momentos agradecido por la posición en la que se encontraba. En un gesto realmente inusual, hizo una lista con las catorce personas que le habían ayudado en los momentos realmente difíciles: El actor lo contaba así a GQ:  

«Pensé que tenía que hacer algo por todos estos amigos que durante 35 años me habían ayudado a estar donde estaba de una manera u otra. Hablamos de gente que me dejó dormir en su sofá cuando no tenía dinero. Que me prestó pasta cuando la necesitaba. Amigos realmente buenos»

Así que, ni corto ni perezoso, preparó catorce maletines, los llenó con un millón de dólares cada uno e invitó a aquellos amigos a una cena en la que agradecido les entregó aquel presente.

Supongo que con la fama de bromista que tiene Clooney, más de uno esperaría que aquel gesto fuera una chanza más, pero resultó ser real. El actor explicó en la citada entrevista que ya todos ellos estaban en su testamento, pero no encontraba razón para esperar a que le pudiera atropellar un autobús para que recibieran aquel acto de gratitud de su parte.

La historia terminó trascendiendo y Clooney contó a GQ que se encontró con alguna reacción peculiar:

«Recuerdo que cuando aquella historia se filtró a la prensa coincidí con un millonario bastante imbécil en un hotel de Las Vegas. Alguien que obviamente era mucho más rico que yo y que me preguntó que por qué había hecho algo así. “¿Por qué no lo has hecho tú, idiota?” fue lo único que le respondí»

Para alguien como Clooney, está claro que los sobres no son elegantes. Un hombre con estilo regala maletines. ¡Quién pudiera!

Imagen: De Wikimedia Commons - Michael Vlasaty - CC BY 2.0

domingo, 7 de diciembre de 2025

Una máscara para «Los ojos sin rostro"


 

Una de las máscaras más influyentes de la historia del cine es la que llevaba Edith Scob en «Los ojos sin rostro» (1960 - Les yeux sans visage), una película con la que su director, Georges Franju, abrió una nueva senda para el cine de terror.

Aquella máscara marcaba totalmente a su personaje, Christiane, una joven con el rostro desfigurado por un accidente para la que su padre, un reputado cirujano, buscaba una nueva cara, costase lo que costase. Ya pueden imaginar cómo, que no es plan de desvelarlo todo.

Su concepción estética fue del propio Franju, quien insistía en que aquella falsa cara debía ser «lisa, blanca y sin expresión». Tal y como contaba la actriz que la llevaba, la máscara se moldeó directamente sobre su cara para que se ajustara con exactitud, usando un material ligero que simulaba una segunda piel. Su superficie no tenía textura, ni cejas y en su inmaculada blancura solo había lugar para dos grandes aberturas para los ojos y los orificios nasales. Franju insistía en el poder visual de la misma y aseveraba: «No es la máscara de una muerta, sino la de un alma errante».

Y sin duda marcaba hasta la interpretación de la actriz quien confesaba: «Sentía que perdía mi rostro y que entraba en un estado de anonimato absoluto». Su mirada se convirtió en su única vía de comunicación, eran sus ojos faltos de rostro los que nos hablaban. Y añadía: «Respiraba mal y me movía poco. Eso creó un ser suspendido». Eso, unido a las pautas dadas por el director, hizo que sus movimientos fueran muy suaves, casi etéreos, que su mirada fija y desesperanzada lo dijera todo y apenas se permitiera algún leve gesto corporal. Un aura irreal que se realzaba con un amplio vestido blanco, casi fantasmal, que escondía su cuerpo. 

No serán las imágenes con el bisturí desollando a una víctima, que por cierto causaron más de un desmayo en las salas durante su estreno, o los perros logrando su venganza sobre su maltratador, los que quedarán en la memoria de quien vea la película, sino la máscara inexpresiva que dará una entidad irreal a unos ojos que buscan un rostro desesperadamente, la máscara que influiría en no pocas obras posteriores del cine europeo y del horror.

A veces el cine logra perlas como esta película, en la que el terror, a pesar de su crudeza, parece trocarse en singular poesía.


Imagen: De Filmaffinity - Fuente


sábado, 6 de diciembre de 2025

Damocles: el poder bajo la espada

 


La peor especie de enemigos es la de los aduladores. Quizá por eso Dionisio II, tirano de Siracusa allá por el siglo IV a.C., reaccionó de forma tan singular ante Damocles, un cortesano adulador, que a cada instante alababa la buena fortuna del tirano, sus riquezas y su vida llena de placeres y aparente felicidad.

La adulación puede ser soportable en su dosis justa, pero puede resultar insufrible cuando es rastrera y constante. El relato más antiguo que se conserva de esta historia nos llega a través de Cicerón. Según este, cuando Dionisio estaba ya harto de tanta palabrería hueca, le ofreció a Damocles intercambiar papeles por un día, para que así pudiera hablar con conocimiento de causa. Como cuenta Cicerón:

«Mandó que colocaran a Damocles en un lecho de oro cubierto con magníficos adornos, y ordenó que lo rodearan todas las riquezas reales, con un banquete servido con la mayor exquisitez.»

Y así podemos imaginar a Damocles disfrutando de la comida y la música, de los perfumes y los honores, de riquezas y bellas mujeres. Todo era un sueño hecho realidad hasta que levantó la vista y vio que sobre el lugar en el que se encontraba, apuntando directamente a su cabeza, colgaba una afilada espada sujeta por un único y finísimo pelo de caballo.

Consciente de que la espada podía caer en cualquier momento, ya no pudo disfrutar de nada de lo que se le ofrecía. Ya no quería lujos, ni reverencias, ni mujeres, ni exquisitos manjares, solo pidió marcharse y recobrar la seguridad de su humilde posición.

Dionisio le respondió que ese era el día a día de un tirano, una vida en la que a pesar de estar rodeado de riquezas y placeres, se debe aprender a convivir con la amenaza clara y constante hacia la propia vida. En sus palabras: «no puede ser feliz quien vive siempre con miedo». Es como vivir con la muerte acompañándote del brazo sin saber en qué momento decidirá cortar aquel fino pelo que marca tu destino.

Damocles, a buen seguro, dejó de hablar de más. Su vida, al fin y al cabo, no dependía de la resistencia de un cabello sino de algo más fino aún: el humor de un tirano.


Imagen: "La espada de Damocles" (1812) - Richard Westall. De Wikimedia Commons - CC0

jueves, 4 de diciembre de 2025

Narciso y el triste origen del Eco


La mitología griega es muy dada a los castigos divinos y también a las bellas historias; la de Eco y Narciso es un buen ejemplo. Cuenta Ovidio en la Metamorfosis que las palabras nunca resultaron más bellas que cuando eran pronunciadas por Eco, una ninfa de las montañas de voz prodigiosa. Con su hipnótica conversación mantenía distraída a HeraJuno en la versión latina de Ovidio— mientras que el díscolo Zeus daba rienda suelta a sus impulsos con otras ninfas.

Cuando Hera supo cómo había estado siendo engañada y no pudiendo nada contra su todopoderoso marido, decidió castigar a Eco y lo hizo privándola de su don con la palabra. No le quitó la voz, pero la obligó a repetir únicamente la última palabra que dijera la persona que hablara con ella, dejándola para su desesperación sin conversación ni capacidad de expresarse.

El amor siempre te persigue y fue en el campo donde Eco se enamoró de Narciso, un ser tan bello que el adivino Tiresias predijo que «viviría mientras no se conociera a sí mismo». Eco, sin el don de la palabra y con aquella condena a repetir lo que le decían, no podía declararle su amor y se limitaba a seguirlo mientras se escondía entre los árboles. Narciso intuyendo la presencia de alguien preguntaba:

— ¿Hay alguien aquí?

—Aquí, aquí —respondía Eco.

El juego se repitió varias veces hasta que la ninfa, desesperada, se mostró e intentó abrazar a Narciso que, un tanto harto de oír tan repetidas sus palabras y creyéndola un poco fuera de sí, la despreció diciéndole: «¡Morirás antes que yo pueda entregarte mi cuerpo!»

Sin poder decir todas las bellas palabras que tenía en la mente se marchó con el corazón roto a vivir entre montañas y cañadas, suspirando por un amor que nunca fue correspondido. Se abandonó de tal modo que con el tiempo perdió su belleza y adelgazó tanto que finalmente se desvaneció, quedando de ella tan solo el eco de su voz cuando alguien hablaba frente a las montañas a las que se había retirado.

Cuentan que un muchacho, rechazado también por Narciso, imploró a los dioses que éste sufriera los males del desamor en la misma medida que él. En aquellos tiempos, parece que las plegarias eran a veces atendidas, y Némesis, la personificación de la venganza divina, entendiendo justa la súplica, condenó a Narciso a enamorarse de su propio reflejo, cosa que ocurrió cuando pudo verse reflejado en un manantial, no pudiendo ya apartar la vista de sí mismo. Para unos terminó muriendo de desamor, consumido al no verse correspondido; para otros, en lecturas más románticas, encontró su fin al acercarse tanto a su reflejo en el manantial que terminó cayendo en él y ahogándose.

Todavía le quedaría una eternidad para contemplarse a sí mismo en el reflejo de la laguna Estigia del inframundo. Su historia todavía resuena, como el eco de la ninfa, en los narcisistas que tienen en los espejos al mejor de los amigos.



Escultura de Eco: Obra de Ferdinand Leenhoff, 1888. Mármol. Rijksmuseum, Ámsterdam.
Cuadro: "Narciso" - CaravaggioGalleria Nazionale d’Arte Antica, Palazzo Barberini. Roma

Imágenes: Img 1 - Img 2 - Wikimedia Commons CC0

miércoles, 3 de diciembre de 2025

El silencio de Anthony Perkins


 

Desafortunadamente, lo que el cine hizo con Anthony Perkins fue taparle la boca, tal como vemos en el fotograma de «Psicosis» en el que encarnaba al inolvidable Norman Bates. No es del Anthony Perkins actor del que queremos hablar hoy, ese que tras pasar por las manos de Hitchcock quedó encasillado en unos papeles más bien oscuros y siniestros, sino del prometedor Tony Perkins, como se hacía llamar, y que resultó ser un excelente cantante de baladas de corte suave con un tono muy cercano al jazz.

En los años cincuenta compaginaba sus primeros pinitos en los escenarios teatrales y producciones cinematográficas con su faceta como cantante, en la que nos dejó tres discos sorprendentemente buenos durante los años 1957 y 1958. Sus temas podrían encuadrarse en la línea de la música ligera —easy listening— con incursiones puntuales en temas clásicos del jazz, sobre todo en su álbum «On a rainy afternoon», en los que su susurrante voz, recuerda de inmediato la forma de cantar de Chet Baker. Ideal para dejarse llevar por ella.

Su tema «Moonlight Swim» llegó al puesto nº 24 de la Billboard y las críticas eran favorables, pero a Perkins cantar y sobre todo grabar se le hacía muy pesado, de hecho, no era su prioridad. No podía olvidar la nominación al Óscar como mejor actor de reparto conseguida en 1956 por su interpretación en la película «La gran prueba» —William Wyler—. Sus ambiciones estaban todas enfocadas hacia el cine. Por eso, nadie se extrañó cuando tras su consagración en «Psicosis» (1960), se decidió totalmente por la pantalla y abandonó para siempre la grabación profesional, perdiéndose una voz que a buen seguro habría dado mucho que hablar y que oír. 

Si le dan una oportunidad descubrirán que algunos de sus temas son una verdadera delicia. Nadie hubiera adivinado que el siniestro Norman Bates era capaz de robarte el corazón susurrándote canciones al oído como "I remember you":


Imagen: Tomada de la red

martes, 2 de diciembre de 2025

Génitor, el singular caballo de Julio César


Treinta años tenía Julio César cuando visitó el templo de Hércules-Melqart en Gades —la actual Cádiz—. En aquella época se encontraba en Hispania como cuestor, puesto que distaba mucho de sus ambiciones. Puede que por ello cuando se puso delante de una estatua de Alejandro Magno presente en el citado templo, César, según cuenta Plutarco en sus «Vidas paralelas», lloró lamentando que con una edad similar a la que murió el macedonio, conquistador de un imperio, él todavía «no hubiera hecho nada memorable».

Añadía Plutarco que Julio César «era extraordinariamente hábil para montar caballos y tenía las piernas tan firmes que podía ir a galope con las manos atrás». Solo le faltaba un caballo a la altura de la gloria que ansiaba alcanzar y lo encontró en sus propias tierras. Nació con las pezuñas divididas, lo que le hacía parecer tener dedos como una persona, de hecho, Suetonio contaba que su pezuña estaba hendida en cuatro —quartum in modum—, algo totalmente anómalo y podría decirse que fantasioso.

Sea como fuere, este caballo, al que las fuentes antiguas no dan nombre, con el tiempo sería conocido como Génitor. Los arúspices ante la singularísima deformidad del animal profetizaron que quien lograra montarlo dominaría el mundo. César por supuesto era el único que el caballo permitía que montara sobre él. El divino Julio ya tenía un caballo tan indómito como el Bucéfalo de Alejandro; un caballo que simbolizaba el poder sobre lo incontrolable y el destino que se reservaba para él.

Nada nos impide imaginar a Genitor acompañando a César en su campaña por las Galias, en Alesia, adentrándose en el Rubicón, galopando por el campo de batalla en Farsalia o lujosamente engalanado en los triunfos de su amo en Roma. No tuvo una cuadra de mármol como Incitatus, ni fue nombrado senador, pero sí logró que César le dedicara una estatua en el Forum Iulium, junto al templo de Venus Genetrix, de donde, quién sabe, deriva el nombre con el que en tiempos modernos se ha bautizado al prodigioso caballo, de pies de hombre —humanis similes—, la montura sobre la que César cambió Roma para siempre y logró tener una vida tan memorable como la de su admirado Alejandro Magno.


Imagen: Generada con IA

lunes, 1 de diciembre de 2025

Las dos brazas de Mark Twain

 

La niñez marca la vida adulta de las personas y cuando naces en la ribera de un río como el Misisipi, este te marca también la niñez. Puede que por ello, aquella interminable corriente de agua repleta de misterios, peligros y leyendas se convirtiera para Mark Twain en la protagonista de todas sus fantasías juveniles y en la inspiración de su obra futura como escritor.

El Misisipi no era sino una autopista de agua que cruzaba de arriba abajo el país surcada por los bellos "riverboats", los fantásticos barcos de vapor que traían gentes, mercancías e historias de acá para allá. Obsesionado con ser piloto de uno de aquellos gigantes del Misisipi, el escritor estudió durante dos años cada recodo de aquel río hasta conseguir la prestigiosa licencia de piloto fluvial a la edad de 24 años.

Aquellos barcos dependían mucho de los sondadores —leadsman—, generalmente afroamericanos, que iban anunciando continuamente la profundidad del río para evitar bancos de arena y que la nave pudiera embarrancar. Así, la mejor noticia que podía recibir el piloto, como señal de una navegación segura y de que podía seguir adelante sin miedo ni preocupación, era que el sondador cantara a voz en cuello que el calado era de al menos dos brazas, unos 3,6 metros, y lo anunciara con el grito "Mark Twain!" —marca dos—.

Cuando el piloto comenzó a escribir como periodista, recordó aquellas palabras de tan buen agüero mil veces escuchadas en el Misisipi y las adoptó como apodo literario. Desde entonces sería Mark Twain, enseña de que seguía firme hacia adelante por aguas seguras, dejando atrás su nombre de nacimiento, Samuel Langhorne Clemens.

No tardaría en dejar de pilotar aquellos barcos de palas, principalmente a causa de la Guerra de Secesión con la cual se cierra el tráfico civil por el Misisipi, pero gracias a todas las experiencias vividas en el río nunca dejó de navegar por él en sus escritos. El Misisipi sería el decorado de las aventuras de Huckleberry Finn y de Tom Sawyer, además de muchas otras historias que lo convirtieron en uno de los mejores escritores estadounidenses. No en vano sabía sortear las trampas de las palabras tan bien como los bancos de arena.

Imagen: De Wikimedia Commons - Dominio Público CC0


domingo, 30 de noviembre de 2025

Arthur Conan Doyle y el caso de los telegramas misteriosos

 

Conan Doyle, el padre del admirado Sherlock Holmes, era conocido por su humor y por su afición a contar anécdotas en reuniones sociales —igual que uno que yo me sé—. El 7 de junio de 1897 apareció, en el diario Evening Observer de Brisbane, una de aquellas jugosas historias que Sir Arthur contaba para amenizar el ambiente. El relato original tenía como protagonista a un venerable clérigo, pero con el tiempo fue cambiando y adornándose hasta tomar, más o menos, la siguiente forma:

Un supuesto amigo de Conan Doyle, convencido de que en toda casa respetable hay un «esqueleto en el armario», es decir, que por muy buena que sea la reputación de alguien, todos tenemos algo que esconder, escogió a doce personas acomodadas y aparentemente intachables y marchó a la oficina de telégrafos, desde donde, para probar su teoría, les envió un inquietante mensaje en el que tan solo se leía:

«Todo se ha descubierto. Huye enseguida».

Ni que decir tiene que todos se apresuraron a hacer la maleta y desaparecieron durante un tiempo.

A Sherlock Holmes, la reacción le habría parecido, simplemente, «Elemental».

Imagen: De Wikimedia Commons - Dominio Público - CC0

Leonardo de Vinci y la bella piedra que no quería estar sola

 

Leonardo da Vinci reservó una pizca de su talento para la escritura y nos dejó una pequeña colección de fábulas, entre las que se encuentra «La piedra descontenta», incluida en el Códice Atántico. En ella nos habla, en cierta manera, de la necesidad de compañía y de la añoranza de la soledad escogida. Y no es que Leonardo fuera una persona solitaria y desconectada del mundo, pero sí que valoraba mucho esa soledad que le permitía encontrarse con sus propios pensamientos. Como él mismo decía: «Si estás solo, te perteneces enteramente a ti mismo…» y añadía que, con cada nueva compañía, uno se pertenece menos a sí mismo. La fábula, en una versión adaptada al castellano actual, dice así:

«En un lugar elevado sobre un camino pedregoso, donde terminaba un agradable bosquecillo, había una piedra de buen tamaño que, rodeada de pequeñas hierbas y flores de muchos colores, relucía desnuda tras la lluvia.

Desde allí veía una gran cantidad de piedras en el camino que tenía por debajo, y le vino el deseo de dejarse caer hasta ellas, diciéndose a sí misma: “¿Qué hago aquí con estas hierbas? Quiero vivir en compañía de mis hermanas”.

Y, rodando hasta abajo, se unió a sus deseadas compañeras. Tras estar allí algún tiempo, empezó a verse sometida a un continuo tormento por las ruedas de los carros, por las herraduras de los caballos y por los caminantes: unos la volteaban, otros la machacaban, a veces se le arrancaba algún pedazo; y, cuando estaba cubierta de barro o de estiércol de algún animal, miraba en vano hacia el lugar de donde había partido, aquel lugar de solitaria y tranquila paz.

Así les sucede a aquellos que, desde la vida solitaria y contemplativa, quieren venir a habitar en las ciudades, entre gentes llenas de infinitos males.»

Más allá del cambio del campo por la ciudad, la fábula sirve también, a mi entender, para los que se rinden a los usos de la mayoría, a veces vulgares y poco edificantes, olvidándose de su propia forma de ser y sus propios gustos solo para «encajar».

Dice el refrán que «el buey solo bien se lame». Pero ¿quién puede vivir de verdad en soledad? No queda sino recordar aquella canción que decía: «Una piedra en el camino me enseñó que mi destino era rodar y rodar…», siempre, eso sí, cerca de las demás.

Imagen - «Estudio de cinco cabezas grotescas» por Leonardo - Wikimedia Commons - CC0

viernes, 28 de noviembre de 2025

La curiosa muerte de Henry Purcell


No han sido muy prolíficos los británicos en lo que a grandes compositores se refiere, y para cuando pueden presumir de uno con ocho apellidos ingleses, exquisito en sus singulares óperas, solemne en los himnos anglicanos (anthems) y regio en esa música ceremonial tan apreciada por aquellos lares, tienen la mala suerte de que se les muera con tan solo 36 años cuando aún le quedaba música para un rato Music for a while que componer.

En torno a la muerte de Henry Purcell existe una leyenda muy difundida que sostiene que su esposa tuvo mucho que ver en la misma. Al parecer, Purcell, bien por su trabajo como músico o como otros apuntan, por su afición a apurar la última pinta con los amigos, llegó una noche de noviembre de 1695 demasiado tarde a casa. Su esposa, que parece que no era precisamente «la reina de las hadas The Fairy Queen», estaba ya cansada de tanta afición a la noche y decidió dejar en esta ocasión la puerta de la casa cerrada y con ello a Purcell en la calle. No son nada buenas las noches de noviembre para dormir al raso en Londres. Según esta historia, Purcell enfermó y murió pocos días después a causa de un enfriamiento mortal.

Para la gran mayoría de los estudiosos de su figura, es una historia atractiva, pero poco verosímil. Parece que Purcell ya arrastraba problemas de salud que se agravaron súbitamente. Según la hipótesis más aceptada actualmente, podría haber muerto a causa de una tuberculosis. En su último día de vida otorgó testamento a favor de su mujer y declaró:

«En el nombre de Dios, amén. Yo, Henry Purcell, de la ciudad de Westminster, gentleman, estando gravemente enfermo en la constitución de mi cuerpo, pero en buena y perfecta mente y memoria (gracias a Dios), declaro por la presente que este es mi último testamento y última voluntad. Y por él doy y lego a mi amada esposa, Frances Purcell, todos mis bienes, tanto los reales como los personales, sean del tipo y naturaleza que sean».

Parece que, o Purcell era muy poco rencoroso —en el caso de que su mujer le hubiese dejado tan cruelmente en la calle—, o la historia se ha exagerado mucho en la transmisión posterior; de no ser así, difícilmente se entiende el testamento a una mujer que desde entonces fue la defensora de su legado y que en las publicaciones de sus obras aparece como «Widow Purcell».

Mientras escucho «El lamento de Dido» y recuerdo la leyenda negra sobre su esposa no puedo evitar que me venga a la memoria aquel refrán que decía: «Cuando el río suena, agua lleva». Puede que en este caso el agua no fuera ni la de un arroyo, pero, para un aficionado a las anécdotas como yo, resulta una historia tan atractiva que quién puede resistirse a contarla.

Imagen: De Wikimedia Commons - Dominio Público CC0

jueves, 27 de noviembre de 2025

El ¿ominoso? apellido de Oscar Wilde


«El mismo sol y la luna parecen arrebatados para nosotros... Afuera, el día puede ser azul y dorado, pero la luz que se desliza a través del vidrio grueso y enmohecido de la pequeña ventana con barrotes bajo la que uno está sentado es gris.» (De Profundis, Oscar Wilde)

Cuando Oscar Wilde fue condenado a dos años de trabajos forzados por «indecencia grave» —delito por el que se le procesó a raíz de su relación con Lord Alfred Douglas—, no se anduvieron con medias tintas en el cumplimiento de la pena. Como parte del castigo, lo hicieron, entre otras cosas, caminar durante horas en una especie de rueda o escalera sin fin, siempre en un ambiente de trabajo duro, comida pobre, cama dura, aislamiento y silencio obligatorio. Aquel tiempo de dura prisión acabó con su salud.

Por su parte, Lord Alfred Douglas, el hijo del poderoso Marqués de Queensberry, no sufrió condena alguna, ni su apellido fue objeto de oprobio. La justicia quiso considerarlo como «la víctima» de un corruptor al que convenía castigar de forma ejemplar.

Tras el juicio y la entrada en prisión de Oscar Wilde, su esposa, Constance Mary Lloyd, pronto cambió su apellido de casada —Wilde— por el de Holland y los dos hijos del matrimonio —Cyril y Vyvyan  fueron igualmente liberados del peso de aquel «ominoso» apellido, adoptando el nuevo de su madre.

No bastó marchar al extranjero para lograr el olvido; incluso tras la muerte de Constance, la familia materna se mantuvo inflexible y no permitió que los niños volvieran a ver a su padre. Con este panorama, los niños, de apenas nueve años de edad al inicio de la condena del escritor, sintieron que este debía ser algo parecido a un monstruo del que era mejor estar lo más lejos posible.

Cyril Holland emprendió una carrera militar en la que consiguió el grado de capitán. Ya adulto, escribió una carta a su hermano Vyvyan, en la que contaba que la motivación de su paso por el ejército no era otra que: «...borrar la mancha; rescatar, si fuera posible mediante algún acto mío, un nombre ya no honrado en el país» y añade que no quiere que de él se diga que es un «artista decadente, esteta afeminado, degenerado sin fuerza de voluntad». Él no era un Wilde sino un hombre que aspiraba a morir en batalla «por mi rey y mi país». Y efectivamente murió en 1915, durante la Primera Guerra Mundial por un disparo de francotirador, sin cambiar nada y sin descendencia.

Por su parte, su hermano Vyvyan Holland, no entendía nada de la situación que estaba viviendo, ni por qué hubo de cambiar el apellido. Sufrió años de acoso y una profunda sensación de infelicidad y desarraigo. Su padre fue durante años un tema tabú y solo en la madurez logró conciliarse un poco con su legado al escribir sus memorias, que tituló: "Son of Oscar Wilde", con lo que en cierta medida reconoce y hace pública la figura de su denostado padre.

Vyvyan tuvo un hijo, Merlin Holland, que con el tiempo se convertiría en historiador y en el principal custodio del legado documental de Oscar Wilde. Dio un paso más y, en varias entrevistas ha mantenido que llevar hoy el apellido Wilde «sería motivo de orgullo», pero que por razones familiares e identitarias decidió seguir llevando el de Holland. Su hijo, Lucian, el bisnieto de Wilde, sigue apellidándose como su padre, por mucho que haya participado en algún acto académico en defensa del escritor.

Tal vez el tiempo ha atemperado el dolor, pero no ha sanado definitivamente la herida. Wilde nació en un tiempo equivocado para su ingenio y su sensibilidad para el amor. Aún parece cumplir condena, más allá de Reading, más allá de la muerte. La máscara que cubre su apellido sigue presente.


Imagen: Tomada de Wikimedia Commons - Dominio Público CC0

miércoles, 26 de noviembre de 2025

El día que Katharine Hepburn dejó a Huston y Bogart sin “sus medicinas”

 

El rodaje de "La reina de África" (1951) acumuló una buena serie de anécdotas jugosas. Como ya hemos contado en otras ocasiones, todo el equipo enfermó de disentería a causa del agua, salvo Humphrey Bogart y John Huston, que no la probaron lo más mínimo y, de hecho, comían y hasta se cepillaban los dientes con ginebra. Bogart declaró más tarde: «Solo comía frijoles, espárragos enlatados y whisky escocés. Cada vez que una mosca nos picaba a Huston o a mí, caía muerta». Tenían reservas suficientes. Se cuenta que entre el equipo de filmación que Huston envió al Congo desde Inglaterra había varias cajas de madera con la inscripción «Suministros médicos» que no eran sino cajas llenas de whisky escocés Johnnie Walker y ginebra Gordon's London Dry para su consumo. Huston podría asumir que le faltaran metros de película, pero en ningún caso que escasearan sus “medicinas”.

Katharine Hepburn, siempre muy crítica con el abuso de alcohol, no llevaba nada bien los repetidos momentos de alegría desbordada —y ruido— que provocaba la ginebra. Se negó a beber otra cosa que no fuera agua y como consecuencia fue de las que más acusó los efectos de la disentería. Se cuenta que llegó a sentirse tan mal durante el rodaje de la escena de la iglesia que colocó un cubo fuera de cámara porque vomitaba constantemente entre tomas.

Hay una escena en la que Rose Sayer (Katharine Hepburn), aprovechando un descuido de Charlie Allnutt (Humphrey Bogart), tira todo su cargamento de ginebra al río. La escena, ya presente en la novela original, venía que ni pintada para recrear el enfado real de la actriz.

Según cuenta César Bardés en «Imprimir la leyenda» (RBA, 2024), Huston hizo que todas las botellas vacías de ginebra de las que ya habían dado buena cuenta se rellenasen de agua para que fueran tiradas al río durante la escena. No contaba con que la Hepburn, que ya estaba hasta el moño de veladas alcohólicas y de que fueran los únicos que no enfermaban, volvió a cambiar las botellas y las que arrojó al río eran realmente de ginebra, las reservas que todavía guardaban Bogart y Huston. Cuando ambos supieron del doloroso cambiazo, estuvieron varios días sin dirigir la palabra a la actriz. 

Hay cosas con las que no se juega, debieron pensar.

Imagen: De Wikimedia Commons - Dominio Público CC0


martes, 25 de noviembre de 2025

Ramón del Valle-Inclán, Blasco Ibañez y la gula

  

Don Ramón María del Valle-Inclán vivía de forma muy austera, conviviendo incluso con ratones a los que, según contaba el escritor, les maullaba para espantarlos. Sus luengas barbas y su delgadez daban, a todas luces, una imagen de bohemia frugalidad que parecía un eco de sus estrecheces económicas. 

Es muy repetida la anécdota según la cual, cierto día, se encontró en la calle con Blasco Ibáñez, escritor de mucho éxito en vida y, se puede decir, metidito en carnes. Este, al observar al autor de «Divinas palabras», le dirigió otras que no lo eran tanto:

—Al verlo a usted uno diría que hay hambre en el país.

Don Ramón, siempre tan ágil de verbo como de pensamiento, le contestó:

—Y al verlo a usted uno comprendería por qué.


Imagen: De Wikimedia Commons - Dominio Público CC0 - Fuente original


lunes, 24 de noviembre de 2025

Lee Marvin, un tipo de cuidado


Lee Marvin tenía fama dentro del mundillo cinematográfico tanto por ser un actor muy serio y profesional como por su afición a tomar algún trago de más para entonarse. De hecho, algunos directores decían que a veces esos tragos mejoraban su actuación más que un curso intensivo del método Stanislavski.

Curiosamente, en la película «Cat Ballou» —en España, «La ingenua explosiva»— ganó el premio Óscar al mejor actor por interpretar a un pistolero demasiado aficionado al alcohol que se mostraba literalmente desplomado sobre un caballo que parecía tan borracho como él. Cuando recogió la estatuilla, dijo: «Creo que la mitad de esto le pertenece a algún caballo que hay por ahí fuera».

Aquel pistolero, Kid Shelleen, se convirtió en el arquetipo de lo que es un «borracho del Oeste» y la imagen del actor y su caballo derrengados sobre una pared acabó siendo uno de los mejores posters del cine del Oeste.

El caso es que, a veces, aquellas copas resultaban demasiadas y el actor podía llegar a molestar a sus compañeros de rodaje. Cuenta César Bardés en su magnífico libro «Imprimir la leyenda» que durante el rodaje de «Los profesionales», Burt Lancaster, uno de los duros del cine, no aguantaba más y estuvo a punto de soltarle un buen puñetazo a Lee Marvin. El director, Richard Brooks, lo detuvo de inmediato, alegando que podía marcarle la cara y estropear el rodaje que tenían programado para el día siguiente. Para acabar de convencerlo, le dijo: «Espérate al final del rodaje y le pegamos una paliza entre los dos». Burt Lancaster se contuvo y ahí quedó la cosa.

Con el tiempo, Richard Brooks recordó aquel lance y confesó que detuvo a Burt Lancaster por su propia seguridad. Lancaster era rocoso en verdad, pero Lee Marvin era veterano de los Marines, había combatido en la Segunda Guerra Mundial y, además, era un bebedor duro al que el alcohol no hacía tanta mella como cabría esperar. El director estaba seguro de que provocarlo no era buena idea para nadie.

En su lápida, en el cementerio de Arlington, no hay referencia alguna a su exitosa carrera como actor; tan solo dice: 

«Lee Marvin. Soldado de Primera del Cuerpo de Marines de los Estados Unidos. Segunda Guerra Mundial».

Imagen: Cortesía de Doctor Macro

domingo, 23 de noviembre de 2025

Víctor Hugo: «?» y «Los miserables» «!»


Víctor Hugo era capaz de escribir una oración de aproximadamente ochocientas palabras en «Los Miserables» y lograr que sonara bien. Como veremos, también era capaz del más extremo laconismo.

El escritor se encontraba exiliado en Guernsey cuando se publicó «Los Miserables» (1862), obra que llevaba años despertando una enorme expectación y en la que había volcado todo su buen hacer con la esperanza de lograr una obra memorable.

Cuenta la leyenda que, ansioso por saber cómo habían sido recibidas las andanzas de Jean Valjean, el inspector Javert y Fantine, escribió a su editor un telegrama con un único carácter: «?». A su juicio, no hacía falta más para saber si las aproximadamente 655.000 palabras de la que se considera una de las novelas más largas de la historia de la literatura —en algunas ediciones, más de mil páginas— habían merecido su esfuerzo.

La primera edición había volado de las librerías, convirtiéndose en todo un éxito de ventas. Sin embargo, la respuesta no incluyó ninguno de esos detalles y fue tan breve como la pregunta. Se limitó a un simple signo de admiración: «!». Era todo lo que Víctor Hugo necesitaba leer.

Como dice el refrán, «A buen entendedor pocas palabras bastan», y a veces ni eso.

Imagen: Tomada de Wikimedia Commons - Dominio Público (CC0)

sábado, 22 de noviembre de 2025

Georges Simenon: el hombre que escribía más rápido que su sombra

 

El propio Comisario Maigret no habría logrado descifrar el misterio de su creador, el escritor Georges Simenon. Escribía novelas negras con la misma rapidez con la que algunos de sus personajes desenfundaban la pistola. Decía empezar sus relatos sin saber tan siquiera quién sería finalmente el asesino, pero siempre avanzaba a un ritmo trepidante y más o menos en una semana era capaz de terminar una novela.

Su rutina, cuando llegaba el momento de escribir, estaba bien marcada: misma pluma, mismo papel, cortinas cerradas y en la puerta un cartel que avisaba «Silence. Je travaille» (Silencio. Estoy trabajando). Su primer paso era coger una guía telefónica y empezar a leer en voz alta nombres hasta que encontraba aquellos que tenían la sonoridad perfecta para la personalidad que quería darle a cada personaje. Durante ese tiempo de completo aislamiento, a veces incluso a bordo de un barco —L'Ostrogoth— que utilizaba como casa flotante, era capaz, según contaba el escritor, de perder de dos a tres kilos.

Aquel ritual alumbró 192 novelas, a las que muchos estudiosos de su persona añaden otros 200 títulos adicionales publicados bajo seudónimos. Dada la calidad media de sus novelas, sorprende tal profusión de creaciones, una producción que le ha llevado a ser uno de los escritores más prolíficos del siglo XX.

Su proceso creador se convirtió en leyenda: el escritor «máquina» o «el hombre que escribe más rápido que su sombra», como le apodó la prensa. Curiosamente, a pesar de su enorme éxito, de sus cientos de millones de libros vendidos, de las decenas de películas basadas en sus novelas y de todo el mundo alabando su talento para la novela negra, nunca logró ganarse el amor de su madre, de la que dijo: «Nunca me dio un beso, ni de niño ni de adulto». Puede que por eso los buscara de manera tan desesperada en los labios de las diez mil mujeres de las que, posiblemente de forma exagerada, alardeaba haber amado.

Maigret, un buen fumador de pipa como Simenon, seguro que mientras rellenaba una con calma, habría intentado pacientemente comprender en silencio a su creador. Observaba atento cada detalle: «La nieve estaba sucia» delante de «El hombre que veía pasar los trenes», daba una lenta calada a su pipa y detenía los ojos en «El fondo de la botella» que descansaba en la mesa mientras «El gato» se enredaba entre sus piernas buscando una caricia que nunca llegaba. Pistas no le faltaban, y sin embargo, puede que fuera su único caso sin resolver.


Imagen: Tomada de Wikimedia Commons - Foto de Anja - CC BY-SA 4.0

viernes, 21 de noviembre de 2025

Pssshh.... ¿Sabes qué se esconde tras el título Tritsch-Tratsch-Polka?


Las miradas buscaban cada detalle, cada vestido, cada complemento; todo era después objeto de cotilleos. Y si alguien llegaba con una nueva pareja del brazo a bailar al salón, entonces los murmullos se convertían casi en un nuevo fondo musical sobre el que danzar.

Johann Strauss hijo conocía muy bien la tendencia vienesa a los cotilleos, no en vano a los salones no solo se iba a bailar, sino también a mirar y a ser mirados. Era el típico chit-chat vienés, o Tritsch-Tratsch, como se le decía también a esos aparentemente inofensivos comentarios que, sobre todo y todos, iban de un corrillo a otro con la misma rapidez que giraban las bailarinas con sus inmaculados trajes de muselina.

Puede que por eso Strauss hijo le dedicara en 1858 una de las polcas rápidas más famosas de su repertorio, la efervescente Tritsch-Tratsch-Polka. Según algunos estudiosos del repertorio del compositor, la pieza podía esconder una segunda intención: la de responder con música a los chismes acerca de la vida privada del compositor y sus amoríos, que corrían como la pólvora por los salones.

Puestos a imaginar, puede que con esta frenética pieza el compositor quisiera asegurarse de que a los bailarines no les quedara aliento para chismorrear más.

Hoy, Tritsch-Tratsch-Polka, deja atrás los rumores y es, por derecho propio, una pieza muy habitual —casi imprescindible— en los Conciertos de Año Nuevo celebrados en la vienesa Sala Dorada del Musikverein.

La orquesta de André Rieu escenifica muy bien ese ambiente de cotilleos que inspiraba la obra:




Imagen: Oleo del pintor ruso Alexander Sergeevskiy - "Vals vienés" - Fuente

jueves, 20 de noviembre de 2025

El fino ingenio de George Bernard Shaw


 

Hasta que en 2016 lo logró Bob Dylan, el irlandés George Bernard Shaw era la única persona que había logrado un Óscar —al mejor guion adaptado en 1939 por «Pygmalion»— y el premio Nobel de Literatura en 1925. Era un sujeto del todo peculiar, excéntrico, polémico y de una agudeza e ironía tales que lo convirtieron en el protagonista de numerosas anécdotas. Una de ellas ocurrió en abril de 1894 durante el estreno de su obra "El hombre y las armas" (Arms and the Man), que resultó su primer gran éxito.

Ante los aplausos que recibió la obra de teatro en su primera representación, el autor decidió salir al escenario a saludar al público. Solo un hombre, con asiento en las primeras filas, le abucheaba de manera decidida. No todos sabemos encajar bien las críticas y, a veces, estas nos llevan a perder los papeles. Bernard Shaw en cambio no perdió la compostura y, con un golpe de ingenio de los suyos, lo desarmó al decirle:

— Comparto su opinión, pero ¿qué podemos hacer nosotros dos contra una sala llena de espectadores que opinan lo contrario?

 

Nota: Bob Dylan obtuvo el Óscar a la mejor canción original por «Things Have Changed» (2001) y el premio Nobel de Literatura en 2016.

Imagen: De Wikimedia Commons - Dominio Público CC0

miércoles, 19 de noviembre de 2025

¿De qué se sonríe la Señora Lisa?


Leonardo da Vinci pasó sus últimos años en la corte del monarca francés Francisco I. Hasta allí se llevó, entre otras obras, su Gioconda, un cuadro que había empezado a pintar hacía más de diez años sin poder darlo nunca por concluido.

Tras la muerte de Leonardo, Francisco I tomó la Mona Lisa para decorar, no un simple aseo como a veces se cuenta, sino unos amplios baños —el Appartement des Bains— en Fontainebleau, que podríamos asemejar a un «spa» de lujo, donde la Gioconda compartía paredes con cuadros de Rafael o Tiziano. Con el tiempo su suerte mejoró y pasó a las colecciones reales en Versalles y, más tarde, al Louvre. La cosa cambiaría cuando llegó Napoleón y la reclamó en préstamo para decorar su alcoba real en las Tullerías, donde estuvo durante algunos años.

No podemos imaginar qué escenas tuvo que presenciar en los lujosos baños de Francisco I y menos aún las intimidades y lances de alcoba de los que fue testigo en el dormitorio de Napoleón. Entre las mil teorías existentes al respecto, puede que ahí se encuentre la motivación de la enigmática sonrisa que esboza el retrato de Lisa Gherardini, la esposa de Francesco del Giocondo, conocida como Mona Lisa —contracción de Madonna Lisa—. Siempre se le dio bien guardar secretos sobre lo visto, pero la sonrisilla todavía le dura a la señora.

Imagen: De Wikimedia Commons - CC0 Dominio Público

martes, 18 de noviembre de 2025

Tennessee Williams derrotado por un tapón.


«No esperes al día en que pares de sufrir, porque cuando llegues sabrás que estás muerto» (Tennessee Williams)

Tennessee Williams, que había nacido como Thomas Lanier Williams III, no era hijo del estado que llevaba como nombre literario; en realidad era natural de la ciudad de Columbus, en el estado de Mississippi. Parece que en la universidad sus compañeros de clase, recordando que el lugar de donde provenía tenía un nombre muy largo, apostaron por apodarlo Tennessee, y simplemente el escritor se sintió a gusto con él y se lo quedó en propiedad.

Williams es un autor cuya obra engrandeció el mundo del teatro y también el del cine. En 1948 ganó el Premio Pulitzer de teatro por «Un tranvía llamado Deseo», y en 1955 por «La gata sobre el tejado de zinc». Además de estas obras, recibieron el premio de la Crítica Teatral de Nueva York otras dos: «El zoo de cristal» (1945) y «La noche de la iguana» (1961). Muchos de sus trabajos tuvieron extraordinarias adaptaciones al mundo del cine, resultando algunas de ellas verdaderos éxitos de crítica y público.

Pero retomando el motivo por el que se abre esta entrada, diremos que Tennessee Williams falleció en 1983, a la edad de 71 años. La muerte le llegó tan de repente como llega un último verano. En los primeros momentos hubo especulaciones de todo tipo alrededor de su extraña muerte, llegándose incluso a hablar de asesinato, pero la realidad era muy distinta y bastante más ridícula.

Tennessee Williams llevaba tiempo viviendo en el Hotel Elysee de Nueva York y tras la muerte de su pareja, Frank Merlo, se había acercado más de lo debido a los calmantes y al alcohol, algo que unido a su natural tendencia a sufrir ataques de pánico, había deteriorado notablemente su salud, tanto física como mental. Tras la exploración médica del cadáver se encontró en él «un tapón de plástico» del tipo de los botes de spray nasal o colirio con el que se supuso se había ahogado.

Meses después, llegó el informe médico final —actualmente la versión oficial de la muerte del escritor— en él se detallaba que, tras beber una considerable cantidad de alcohol, el escritor tuvo la intención de tomar una dosis de barbitúricos, de los cuales no se encontró resto alguno en su estómago, pero sí el tapón en su garganta y el frasco en la habitación donde estaban derramadas todas sus pastillas.

A la vista de todo ello se dedujo que, al intentar abrir el frasco de medicamentos con la boca, se tragó accidentalmente el tapón, que, tras alojarse en la garganta, obstruyéndola, le produjo la muerte por asfixia.

No se puede decir precisamente que sea una muerte de película para alguien al que el cine le debe tanto. Así de injustas e impredecibles pueden resultar la vida y la muerte. Como él mismo decía:

«Todos nosotros somos cobayas en el laboratorio de Dios. La humanidad no es más que un trabajo inconcluso»

Imagen: Tomada de Wikimedia Commons - Dominio Público (CC0)


lunes, 17 de noviembre de 2025

Berlanga y los billetes falsos de «Bienvenido, Mister Marshall»

 


En 1993, Luis García Berlanga rodó «Todos a la cárcel». Cuarenta años antes, en 1953, durante el Festival de Cannes en el que presentó a concurso «Bienvenido, Mister Marshall», casi fue él quien terminó con sus huesos entre barrotes. 

Para la promoción de la película en el festival de cine, la productora UNINCI, siguiendo una idea propuesta por Berlanga, no tuvo otra ocurrencia que encargarle al ilustrador Jano que diseñara unos billetes de un dólar en los que la cara de Washington se sustituía por la de Lolita Sevilla, Manolo Morán o Pepe Isbert, los protagonistas de la película presentada a concurso.

Igual que se esperaba en la película que hicieran los americanos a la llegada a nuestro país, repartiendo dólares a diestro y siniestro, los responsables de la película hicieron lo propio en Cannes, que pronto se vio inundada de billetes a todas luces falsos. Incluso cuenta Kepa Sojo que Berlanga se atrevió a intentar jugar en el casino de Cannes con aquellos burdos billetes de dólar.

No tardó la policía francesa en retirar todos los billetes que pudo de las calles, y menos aún en llamar a declarar a Berlanga y parte del equipo a comisaría. Resultaba evidente que allí no tenían los ánimos para cantarles aquello de “os recibimos con alegría”. Aunque los billetes no eran sino un pastiche, en cierto modo guardaban muchas similitudes con el original y podían llegar a constituir un delito de falsificación de moneda.

No creo que la presencia de Berlanga ante la policía francesa pudiera considerarse una detención, pero resulta obvio que tuvo que aclarar muy bien lo ocurrido y cuáles eran sus intenciones con aquellos dólares de mentira. Por eso me gusta imaginar a Berlanga declarando: «Como detenido vuestro que soy, os debo una explicación y esta explicación que os debo os la voy a pagar…»

Tan bueno hubo de ser su relato que la investigación quedó en nada y la película, que en principio había movido al enfado a Edward G. Robinson, miembro del jurado, por la imagen de la bandera norteamericana tirada al río, terminó llevándose el premio a la mejor película de humor y una mención especial al guion. No en vano es una de las mejores películas de nuestro cine.

Una muestra más de que la vida real podía ser tan berlanguiana como las películas del director.

En la imagen aparece Lolita Sevilla junto a Pepe Isbert, en ¡Bienvenido, Mr. Marshall!

Imagen: Fuente 


domingo, 16 de noviembre de 2025

Falla, Pastoria Imperio y el origen de "El amor brujo"

 

A comienzos del siglo XX, la bailaora sevillana Pastora Imperio, una de las figuras sobresalientes de nuestro flamenco, pidió a Manuel de Falla que creara una obra clásica en la que se fundieran el baile popular y la solemnidad propia de una obra orquestal. Falla asumió el reto y, junto al dramaturgo Gregorio Martínez Sierra —aunque hoy se sabe que el libreto lo escribió su esposa, María de la O Lejárraga—, estudió la forma de bailar de Pastora Imperio y, al mismo tiempo, rebuscó entre las leyendas e historias del pueblo gitano que, generación tras generación, iban pasando oralmente de padres a hijos. Por supuesto, la historia necesitaba de elementos intemporales para resultar atractiva, y para eso no hay mejor ingrediente que el amor y la muerte, que en la obra que imaginaban se mezclarían con la dosis justa de magia y encantamiento.

Así nació «El amor brujo», la historia de la gitana Candelas y su amor imposible por Carmelo por culpa del celoso fantasma de un antiguo amante.

La bella y apasionada Candelas había amado con locura a un gitano tan malvado y celoso como fascinante y atractivo. A pesar de la vida infeliz que este daba a Candelas, cuando muere, ella no puede olvidarle y su sombra le persigue tenazmente. El recuerdo de su persona se vuelve hipnótico hasta el punto de parecerle un ente real que la persigue, un celoso fantasma que la hace pensar que tal vez aquel amor no se haya ido del todo y sigue amándola, aunque también continúa controlando y juzgando sus actos. Su vida parece estar así dominada por un espectro que solo existe en su cabeza.

Pero la naturaleza siempre se impone. Llega la primavera y el apuesto Carmelo empieza a rondar a la bella y atormentada Candelas, que, aunque no rechaza ese nuevo amor, es incapaz de dar el paso definitivo por la obsesión con un pasado que la atenaza cada vez que Carmelo trata de seducirla.

Carmelo idea una estratagema para vencer el maleficio que la aparta del amor de Candelas. Sabe que aquel amante del pasado era un mujeriego empedernido y que no sabía renunciar a una nueva aventura. Con esa idea en mente, convence a la bella Lucía para que coquetee con el espectro y le haga olvidar por unos momentos sus celos. Lucía, curiosa, acepta el reto.

Así, cuando Carmelo vuelve a seducir a Candelas, se aparece como siempre el vigilante fantasma del antiguo amante, pero esta vez se encuentra en el camino a la preciosa Lucía, que sabrá engatusarlo y distraerlo. Ese es el momento que Carmelo aprovecha para convencer a Candelas de su amor y lograr ese beso perfecto que borrará de una vez por todas el maleficio que nublaba el corazón.

La obra se estrenó en el Teatro Lara de Madrid el 15 de abril de 1915, con Pastora Imperio como protagonista, pero para alcanzar su forma definitiva tuvo que sufrir numerosas modificaciones, hasta presentarse en 1925 en la versión que hoy conocemos, fecha en la que obtuvo un clamoroso éxito en París. El biógrafo de Falla, Burnett James, explicaba:

«La música surgió de las raíces y de las canciones y de las danzas de los gitanos andaluces y lleva en ella la mayor parte del tiempo una cualidad extrañamente primitiva; o más bien, un tipo de elementalismo emocional y espiritual contenido dentro de un envase técnico y estilístico altamente sofisticado. (…) El compositor no utilizó ni una sola tonada tradicional, andaluza o gitana, aunque empleó con gran habilidad y comprensión varios de los ritmos de la danza popular. En cuanto al material temático, se mantuvo fiel a su propia creencia de que la música folclórica es más valiosa para el músico cultivado que no usa tonadas folclóricas auténticas, sino que llega a “sentir” su espíritu y esencia y de este modo les permite inspirar sus propias composiciones, pero no apoderarse de ellas».

La obra se estrenó como ballet con el singular título de «Gitanería en un acto y dos cuadros». El tiempo la ha convertido en una de las partituras más subyugantes de nuestro repertorio y una de las piezas de música clásica española más representadas internacionalmente.

En siguiente vídeo podemos ver a Cristina Hoyos y Antonio Gades en la película "Amor brujo" (1986) que Carlos Saura dedicó a la obra de Falla, con la espectacular "Danza ritual del fuego" y "La canción del fuego fatuo":



Imagen: Tomada de Wikimedia Commons - CC0

sábado, 15 de noviembre de 2025

El Eros de Tespias y el engaño de Friné al enamorado Praxíteles

 

La belleza de Friné, “un regalo de los dioses” que la salvó de la muerte en un juicio por impiedad, le habría bastado para hacerse un hueco en la historia, al menos eso cuenta la leyenda, pero tuvo además la suerte de enamorar a uno de los mejores escultores de la antigüedad, a Praxíteles, para dejar su mito tallado en mármol. Quién sabe si su famosa curva tiene algo que ver con las de Friné, a la que, por cierto, como ya decían los antiguos, el escultor escogió como modelo para algunas de sus representaciones de Afrodita, entre ellas la Venus de Cnido. No hay nada como tener un grandioso escultor enamorado para encontrar eco en la eternidad.

Según relatan Pausanias y Ateneo, Praxíteles, en un arrebato de agradecimiento por el calor que encontraba en los brazos de Friné, decidió hacerle un regalo y le dijo que podía escoger la escultura que más le gustase de entre todas las que estaban en su taller. No era mal regalo. Solo había un pequeño problema, Friné, a pesar de su escultural cuerpo, no sabía nada de escultura. Intentó sonsacarle a Praxíteles cuál era su mejor obra, pero este se resistió a darle una respuesta clara.

No tuvo en cuenta el escultor que Friné era mujer de muchos recursos y lista como ella sola. No tardó la hetaira en urdir una estratagema para lograr su propósito. Un esclavo, siguiendo las instrucciones de Friné, entró en la casa en la que esta entretenía al escultor, y lo hizo gritando que el taller del escultor estaba ardiendo y que las llamas estaban devorando sus obras. Praxíteles se levantó de un brinco y exclamó que todo estaría perdido si el fuego alcanzaba su Eros y su Sátiro. Con aquella reacción espontánea supo Friné cuáles eran las obras que más valoraba el escultor y lo calmó haciéndole ver que todo era una mentira y que su taller estaba a salvo.

Para el enamorado Praxíteles, seguro que le bastó una sonrisa de Friné para perdonar aquella argucia y como hombre de palabra que era, le dejó escoger la estatua como le había ofrecido. Ella por supuesto escogió el Eros.

Un epigrama de Gémino conservado en la Antología Griega pone en boca del Eros, como si estuvieran grabadas en la base de la estatua por el propio Praxíteles, las siguientes palabras:

"Praxíteles retrató a la perfección ese Amor que sufrió, tomando el modelo de su propio corazón, dándome a Friné como pago por sí mismo. Pero yo ya no doy a luz la pasión disparando flechas, sino lanzando miradas".

Jugando con las palabras de Gémino, algunos han querido imaginar que Friné, a partir de entonces, podría no haber exigido pago alguno a Praxíteles por sus encuentros. Quién sabe si por agradecimiento, por cariño o simplemente porque temía el reproche del propio Dios del que se había apropiado de su más bella representación a base de artimañas.

Friné había nacido en la ciudad de Tespias y a la misma regaló la estatua, que durante toda la antigüedad se convirtió en motivo de alabanzas y según Estrabón y Cicerón, en una verdadera atracción turística. Aquella singular mujer logró de alguna manera que el Eros no luciera solo en su ciudad y otras dos esculturas de Praxíteles le acompañaban, una de Afrodita y otra de su espejo, la propia Friné, que por supuesto lucía en un lugar de honor. Pausanias y Alcifrón hicieron referencia a la tríada, y este último, en una carta ficticia en la que hacía hablar a Friné, contaba que su estatua estaba colocada en medio, entre Afrodita y Eros. El conjunto debió ser espectacular. Antípatro de Sidón, según se recoge en la Antología Palatina, decía:

"Dirás, cuando mires a Cipris en la rocosa Cnido, que ella, aunque de piedra, puede prender fuego a una piedra; pero cuando veas al dulce Amor -Eros- en Tespias, dirás que no solo prenderá fuego a una piedra, sino también al frío diamante."

La escultura de Eros fue llevada en dos ocasiones a Roma, la primera por Calígula, pero fue devuelta por Claudio a Tespias. Después Nerón volvió a llevarla a Roma, donde resultó destruida por un incendio, probablemente en el año 80 d. C. en la zona del Porticus Octaviae. Afortunadamente se crearon copias que nos dan una idea del original, como el Eros de Centocelle —también conocido como Eros Farnesio— cuya imagen abre esta entrada. Un joven alado que inclina su rizada cabeza y que con una pose muy propia de Praxíteles parece decir a los que lo contemplan en el Museo Arqueológico de Nápoles:

"Yo ya no doy a luz la pasión disparando flechas, sino lanzando miradas”.



Eros del tipo de Centocelle en los Museos Capitolinos.

Imagenes: Tomadas de Wikimedia Commons: Img 1 - Img 2 - (CC BY 2.5)