martes, 10 de diciembre de 2024

Borís Pasternak, Osip Mandelstam y el "Epigrama contra Stalin"

 

"En el fondo, la literatura es el arte de descubrir lo extraordinario de la gente corriente y decir cosas extraordinarias con palabras habituales" (Boris Pasternak)

Bien sabía Borís Pasternak (arriba), creador de la obra "Dr. Zhivago" y Premio Nóbel en 1958, lo difícil que es a veces encontrar las palabras adecuadas para plasmar una idea en un libro y a veces, tal y como le ocurrió al propio escritor, incluso para salvar la vida, sobre todo cuando se vive en un país en el que gobierna alguien como Iósif Stalin.

En 1934, durante un paseo por un parque moscovita se acercó a Borís Pasternak el poeta Osip Mandelstam (abajo en una foto de su primer arresto), quien le recitó un poema-protesta en el que plasmaba toda la rabia que había acumulado tras presenciar la terrible hambruna que asolaba Crimea y las ejecuciones masivas de aquellos campesinos que se oponían a la colectivización forzosa de los campos decretada por Stalin. Hoy se conoce aquella hambruna como "holomodor" y causó la muerte a millones de personas. El grito de Mandelstam le salía de lo más hondo.

Cuando Pasternak, también poeta, escuchó el que hoy se conoce como "Epigrama contra Stalin" supo desde ese instante que él mismo estaba en peligro y le dijo: "Lo que me ha recitado usted –balbuceó– no tiene relación alguna ni con la literatura ni con la poesía. No es un hecho literario sino un acto suicida que no apruebo y del cual no quiero tomar parte. Usted no me ha recitado nada y yo no he escuchado nada, y le pido que tampoco se lo lea a nadie más".

Evidentemente la suerte estaba echada, los gritos, cuando salen del alma son muy difíciles de callar y Mandelstam siguió leyendo su poema entre sus amigos, a veces incluso ante varios de ellos a la vez. En una sociedad como aquella la delación y la traición estaban al orden del día y el poema, ciertamente temerario, tal como podrán leer más abajo, no tardó en llegar a oídos de la policía política, siendo arrestado su autor de inmediato.

Pasternak en un arranque de valor intentó interceder por Mandelstam y se dirigió al diario oficialista Izvestia, donde contactó con Bujarin y le pidió que intercediera por el temerario poeta. Tuvo suerte y Mandelstam sólo fue exiliado a los Urales junto con su esposa. Tras caer Bujarin, victima también de aquellos tiempos inciertos para cualquiera, Mandelstam fue detenido nuevamente, tras lo cual fue inevitable que muriera en un campo de trabajo.

No tardó en sonar el teléfono comunitario del bloque de viviendas en el que vivía Pasternak. Una voz le dijo que el Secretario General del Comité Central del Partido Comunista, nada menos que Stalin quería hablar con él y en breve se pondría al aparato. Creyéndose victima de una broma pesada, colgó de inmediato, pero el teléfono volvió a sonar y la misteriosa voz volvió a hacerle el mismo anuncio. Pasternak supongo que empezaría a tener sudores fríos y a temblequear las piernas cuando escuchó finalmente la voz de Stalin al teléfono comunicándole el destino dado a Mandelstam y supo que su vida pendía de un hilo muy fino cuando Stalin le preguntó, directamente, si era amigo del autor de aquellos versos claramente ofensivos hacia su persona. Pasternak, tuvo que buscar las palabras exactas para lograr no considerarse a si mismo como una persona despreciable que niega falsamente a un amigo por ponerse a salvo  y a la vez encontrar la fórmula para con sus palabras no poner su vida en evidente peligro. Puede que acordándose de aquello del "ni sí ni no, si no todo lo contrario", contestó: "Los poetas raramente hacen amigos. Por lo general se envidian entre si", frase en la que ni afirmaba ni negaba nada y en la que incluso, con la mención de la envidia, salvaba su honor, toda vez que podía entenderse que en ese sentimiento había una idea admirativa hacia su colega. Aquella respuesta vacía le valió la vida.

El "Epigrama contra Stalin" decía así (traducción del escritor cubano José Manuel Prieto):

Vivimos sin sentir el país a nuestros pies,
nuestras palabras no se escuchan a diez pasos.
La más breve de las pláticas
gravita, quejosa, al montañés del Kremlin.
Sus dedos gruesos como gusanos, grasientos,
y sus palabras como pesados martillos, certeras.
Sus bigotes de cucaracha parecen reír
y relumbran las cañas de sus botas.

Entre una chusma de caciques de cuello extrafino
él juega con los favores de estas cuasipersonas.
Uno silba, otro maúlla, aquel gime, el otro llora;
sólo él campea tonante y los tutea.
Como herraduras forja un decreto tras otro:
a uno al bajo vientre, al otro en la frente, al tercero en la ceja, al cuarto en el ojo.
Toda ejecución es para él un festejo
que alegra su amplio pecho de osetio.



Imágenes: Tomadas de Wikimedia Commons - CC0 - Fuente Original Img 1 - Img 2

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