«No esperes al día en
que pares de sufrir, porque cuando llegues sabrás que estás muerto» (Tennessee
Williams)
Tennessee Williams, que
había nacido como Thomas Lanier Williams III, no era hijo del estado que
llevaba como nombre literario; en realidad era natural de la ciudad de
Columbus, en el estado de Mississippi. Parece que en la universidad sus compañeros
de clase, recordando que el lugar de donde provenía tenía un nombre muy largo,
apostaron por apodarlo Tennessee, y simplemente el escritor se sintió a gusto
con él y se lo quedó en propiedad.
Williams es un autor cuya obra engrandeció el mundo del teatro y también el del cine. En 1948 ganó el Premio Pulitzer de teatro por «Un tranvía llamado Deseo», y en 1955 por «La gata sobre el tejado de zinc». Además de estas obras, recibieron el premio de la Crítica Teatral de Nueva York otras dos: «El zoo de cristal» (1945) y «La noche de la iguana» (1961). Muchos de sus trabajos tuvieron extraordinarias adaptaciones al mundo del cine, resultando algunas de ellas verdaderos éxitos de crítica y público.
Pero retomando el motivo por el que se abre esta entrada, diremos que Tennessee
Williams falleció en 1983, a la edad de 71 años. La muerte le llegó tan de
repente como llega un último verano. En los primeros momentos hubo
especulaciones de todo tipo alrededor de su extraña muerte, llegándose incluso
a hablar de asesinato, pero la realidad era muy distinta y bastante más
ridícula.
Tennessee Williams llevaba tiempo viviendo en el Hotel Elysee de Nueva York y tras la muerte de su pareja, Frank Merlo, se había acercado más de lo debido a los calmantes y al alcohol, algo que unido a su natural tendencia a sufrir ataques de pánico, había deteriorado notablemente su salud, tanto física como mental. Tras la exploración médica del cadáver se encontró en él «un tapón de plástico» del tipo de los botes de spray nasal o colirio con el que se supuso se había ahogado.
Meses después, llegó el informe médico final —actualmente la versión oficial de
la muerte del escritor— en él se detallaba que, tras beber una considerable
cantidad de alcohol, el escritor tuvo la intención de tomar una dosis de
barbitúricos, de los cuales no se encontró resto alguno en su estómago, pero sí
el tapón en su garganta y el frasco en la habitación donde estaban derramadas
todas sus pastillas.
A la vista de todo ello se dedujo que, al intentar abrir el frasco de medicamentos con la boca, se tragó accidentalmente el tapón, que, tras alojarse en la garganta, obstruyéndola, le produjo la muerte por asfixia.
No se puede decir precisamente que sea una muerte de película para alguien al que el cine le debe tanto. Así de injustas e impredecibles pueden resultar la vida y la muerte. Como él mismo decía:
«Todos nosotros somos cobayas en el laboratorio de Dios. La humanidad no es más que un trabajo inconcluso»
Imagen: Tomada de Wikimedia Commons - Dominio Público (CC0)








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