“Con cada hora perdida, perece una parte de la vida.” (Leibniz)
Parece que Gottfried Leibniz no era muy amigo de perder el tiempo. Su curiosidad era insaciable y por su talento y sabiduría se lo ha definido como "el último genio universal". De hecho, posiblemente, sea el último hombre capaz de abarcar gran parte del conocimiento humano de su tiempo y ampliarlo. No solo desarrolló el cálculo infinitesimal de forma paralela a Newton, de quien por cierto no recibió un trato justo en su legítima disputa por el mismo, sino que además resultó una figura destacada en los campos de las matemáticas, filosofía, derecho, historia, música y ética. Además, Leibniz atesoraba conocimientos muy notables en física, biología, medicina, geología, psicología y algunas otras ramas del saber. Incluso llegó a diseñar una avanzada calculadora, la conocida como "Stepped Reckoner" que sirvió para inspirar futuros modelos más eficientes.
Leibniz fue, por la diversidad de materias sobre las que volcaba su interés hasta llegar a dominarlas, una especie de Leonardo da Vinci, aunque con matices. Como decía Margaret Boden, una estudiosa de la genialidad en el ser humano, Leonardo sería el prototipo del genio artístico-científico que une arte y observación directa, mientras que Leibniz encarnaría la síntesis matemática y filosófica del conocimiento.
Pero
descendiendo al terreno de la más pura anécdota, y ya sabemos que en no pocas
ocasiones estas viven en un terreno incierto en el que se confunden historia y
leyenda, recordamos el suceso que supuestamente le
ocurrió a Leibniz en la Universidad de Leyden.
No
era extraño que nuestro genio participara en acaloradas y sesudas discusiones en
latín sobre cuestiones de todo tipo. En cierta ocasión observó Leibniz que su
zapatero se encontraba entre la gente siguiendo uno de aquellos debates con
sumo interés. No tardó en aproximarse para preguntarle si sabía latín. El
zapatero le contestó:
Leibniz, aún más sorprendido le volvió a interrogar:
-Entonces ¿Cómo puedes entendernos y saber quién tiene razón?
A lo que el zapatero respondió:
- El que más grita es el que no la tiene.
Seguramente
el humilde zapatero no era un erudito en materia alguna, pero demostró que, llegada la ocasión, podía ser igual de agudo que el afamado sabio de Leipzig.
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