Años después de la muerte de Franz Kafka, su compañera sentimental Dora Diamant contó la maravillosa historia que le ocurrió al escritor en un parque berlinés poco antes de morir. Allí, con el único propósito de consolar a una niña que lloraba desconsolada por la pérdida de su muñeca, se convirtió en el imaginario cartero de la muñeca que a través suya le hacía llegar cartas a la niña para convencerla de que no se había perdido y contarle sus viajes y aventuras. Las cartas por supuesto estaban escritas por Kafka, en lo que constituye un hermoso acto de bondad y humanismo. Basándose en el relato de Dora Diamant, que apuntaba que Kafka se entregaba a la escritura de aquellas cartas, una diaria durante tres semanas, con la misma intensidad y nerviosismo con que se sumergía en cualquiera de sus obras, se han escrito libros sobre ese momento mágico y la historia fue muy bien reseñada por Paul Auster en su libro "Broklyn Follies", de donde entresacamos el pasaje en cuestión:
[…] “Estamos en el último año de la vida de Kafka, que se ha
enamorado de Dora Diamant, una chica polaca de diecinueve o veinte años de
familia hasídica que se ha fugado de casa y ahora vive en Berlín. Tiene la
mitad de años que él, pero es quien le infunde valor para salir de Praga, algo
que Kafka desea hacer desde hace mucho, y se convierte en la primera y única
mujer con quien Kafka vivirá jamás. Llega a Berlín en el otoño de 1923 y muere
la primavera siguiente, pero esos últimos meses son probablemente los más
felices de su vida. A pesar de su deteriorada salud. A pesar de las condiciones
sociales de Berlín: escasez de alimentos, disturbios políticos, la peor
inflación de la historia de Alemania. Pese a ser plenamente consciente de que
tiene los días contados.
Todas las tardes Kafka sale a dar un paseo por el parque. La
mayoría de las veces, Dora lo acompaña. Un día, se encuentra con una niña
pequeña que está llorando a lágrima viva. Kafka le pregunta qué le ocurre, y
ella contesta que ha perdido su muñeca. Él se pone inmediatamente a inventar un
cuento para explicarle lo que ha pasado. “Tu muñeca ha salido de viaje”, le
dice. “¿Y tú cómo lo sabes?”, le pregunta la niña. “Porque me ha escrito una
carta”, responde Kafka. La niña parece recelosa. “¿Tienes ahí la carta?”,
pregunta ella. “No, lo siento”, dice él, “me la he dejado en casa sin darme
cuenta, pero mañana te la traigo.” Es tan persuasivo, que la niña ya no sabe
qué pensar. ¿Es posible que ese hombre misterioso esté diciendo la verdad?
Kafka vuelve inmediatamente a casa para escribir la carta. Se sienta frente al
escritorio y Dora, que ve como se concentra en la tarea, observa la misma
gravedad y tensión que cuando compone su propia obra. No es cuestión de
defraudar a la niña. La situación requiere un verdadero trabajo literario, y
está resuelto a hacerlo como es debido. Si se le ocurre una mentira bonita y
convincente, podrá sustituir la muñeca perdida por una realidad diferente;
falsa, quizá, pero verdadera en cierto modo y verosímil según las leyes de la
ficción.
Al día siguiente, Kafka vuelve apresuradamente al parque con
la carta. La niña lo está esperando, y como todavía no sabe leer, él se la lee
en voz alta. La muñeca lo lamenta mucho, pero está harta de vivir con la misma
gente todo el tiempo. Necesita salir y ver mundo, hacer nuevos amigos. No es
que no quiera a la niña, pero le hace falta un cambio de aires y por tanto
deben separarse durante una temporada. La muñeca promete entonces a la niña que
le escribirá todos los días y la mantendrá al corriente de todas sus
actividades.
Ahí es donde la historia empieza a llegarme al alma. Ya es
increíble que Kafka se tomara la molestia de escribir aquella primera carta,
pero ahora se compromete a escribir otra cada día, única y exclusivamente para
consolar a la niña, que resulta ser una completa desconocida para él, una
criatura que se encuentra casualmente una tarde en el parque. ¿Qué clase de
persona hace una cosa así? Y cumple su compromiso durante tres semanas, Nathan.
Tres semanas. Uno de los escritores más geniales que han existido jamás
sacrificando su tiempo (su precioso tiempo que va menguando cada vez más) para
redactar cartas imaginarias de una muñeca perdida. Dora dice que escribía cada
frase prestando una tremenda atención al detalle, que la prosa era amena,
precisa y absorbente. En otras palabras, era su estilo característico, y a lo
largo de tres semanas Kafka fue diariamente al parque a leer otra carta a la
niña. La muñeca crece, va al colegio, conoce otra gente. Sigue dando a la niña
garantías de su afecto, pero apunta a determinadas complicaciones que han
surgido en su vida y hacen imposible su vuelta a casa. Poco a poco, Kafka va
preparando a la niña para el momento en que la muñeca desaparezca de su vida
por siempre jamás. Procura encontrar un final satisfactorio, pues teme que, si
no lo consigue, el hechizo se rompa. Tras explorar diversas posibilidades,
finalmente se decide a casar a la muñeca. Describe al joven del que se enamora,
la fiesta de pedida, la boda en el campo, incluso la casa donde la muñeca vive
ahora con su marido. Y entonces, en la última línea, la muñeca se despide de su
antigua y querida amiga.
Para entonces, claro está, la niña ya no echa de menos a la
muñeca. Kafka le ha dado otra cosa a cambio, y cuando concluyen estas tres
semanas, las cartas la han aliviado de su desgracia. La niña tiene la historia
para habitar un mundo imaginario, las penas de este mundo desaparecen. Mientras
la historia sigue su curso, la realidad deja de existir. […]”
Por supuesto, los estudiosos de la obra de Kafka intentaron
localizar a la niña y las cartas, un tesoro que completaría todavía más el
conocimiento del escritor y su obra, pero todos los esfuerzos fueron en vano. Y
puede que sea mejor así, hay que ser respetuosos con la intimidad de las
muñecas.
Imagen: Tomada de Wikimedia Commons - Dominio Público (CC0). Se enlaza la Fuente Original